Estamos sentados sobre el tronco de un pino caído, Miss Peaches y yo, esperando a que el sol se ponga. Playa abajo, donde se funden la orilla curva y el cielo, vislumbramos el pálido borrón azulrosa de Savannah. Debajo de donde estamos nosotros unos veraneantes siguen echados sobre la arena, pero hacia el este la playa está desierta. Ya casi es hora de ir a casa a cenar. Aún no ha salido la luna; la marea empieza a bajar. Un niño sale de ninguna parte y viene al trote corto hacia nosotros; ni está pálido de ciudad ni atezado por el agua de la marea; parece tener entre seis y siete años. A unos cuantos metros de nosotros aminora el paso, vacila, y acaba parándose delante de Miss Peaches.

—Hola —dice ella, sonriendo, y yo también sonrío.
—Hola —contesta él, más bien serio; se ve que es niño de ciudad, de Savannah quizá, o a lo mejor de Beaufort.
Tiene buen aspecto, está bien formado, sus ojos son azul claro.
— ¿Has estado bañándote? —mi pregunta es estúpida, porque tiene el pelo mojado, mojadísimo—. ¿Qué tal estaba el agua?
—Sí —dice él, y escarba en la arena con los dedos del pie—, estaba buena.
Miss Peaches asiente.
—Nosotros hoy nos hemos bañado dos veces. El oleaje era estupendo, lo justo.
El niño comienza a decir algo, vacila, y señala, más allá del mar radiante, a la tierra firme.
—Yo también he estado allí —anuncia—, ¿y vosotros?
Asentimos, el niño entrecierra los ojos y vuelve a señalar.
— ¿Lo veis?
— ¿El qué? —pregunto, entrecerrando también los ojos.
—El faro —su voz adquiere un tonillo suavemente superior—. Allí al fondo. El faro.
—Allí no hay ningún faro —empiezo a decir, pero Miss Peaches me interrumpe.
—Sí —le dice al niño—, sí que lo vemos.
— ¿Y habéis estado allí?
—No —digo yo—, nunca hemos estado.
—Pues yo sí —su voz es firme, no tolera desacuerdo alguno—, mis papás me llevaron a verlo.
— ¿Ah, sí? — pregunta Miss Peaches—, seguro que fue muy divertido. ¿Y cómo es el faro? Él vacila.
—Es grande —dice al cabo de una pausa—, muy grande.
—Ya —digo—, pero ¿cómo de grande?
Él me mira, y luego mira por encima de mí, sus ojos se angostan, escruta el horizonte.
—Bastante grande para él.
—¿Para él? —decimos al mismo tiempo Miss Peaches y yo, como si hubiéramos ensayado la escena.
—El hombre del hacha —su voz es muy seria, muy grave—, un gigante que tiene un hacha.
—¿El hombre del hacha?—digo yo—; la verdad es que nunca… Bueno, yo… ¿cómo es el hombre del hacha?
Los claros ojos azules del niño se apartan de los míos, está viendo algo que yo no alcanzo a ver.
—Es enorme —lo expresa abriendo ambos brazos—, es… es como Gargantúa.
— ¡Vaya! —contengo una sonrisa, muevo la cabeza y miro a Miss Peaches.
El niño asiente con energía.
—También hay caballitos de mar allí —abre los brazos, abarcando toda la extensión de tierra, y el mar, que se va oscureciendo lentamente—, caballitos de mar de tamaño natural.
—Sí —dice Miss Peaches—. Los hemos visto. Pero al hombre del hacha, nunca. ¿Y qué hace allí? ¿Cómo es?
El niño vuelve a ponerse a escarbar la arena con los dedos del pie.
—Pues es muy feo —dice, al cabo de una larga y reflexiva pausa—, es más feo que el pecado —vacila, mientras yo me muerdo los labios para contener una sonrisa—, pero es muy… muy amable.
— ¿Amable? —digo—. Bueno, pues está bien saberlo. Me alegro de saber que es amable. Pero ¿por qué…, por qué le llamas el hombre del hacha?
Me mira con decreciente paciencia.
—Pues porque eso es lo que es. Todo el mundo… —mueve lentamente la cabeza, como si no pudiera creer lo que está oyendo—, casi todo el mundo lo sabe.
El borrón azulrosa del lado de Savannah se ha vuelto color humo, pero al este un débil relucir ilumina el agua. La luna no tardará en salir, se siente una ligera brisa costera, pero es posible que también haya mosquitos; ya es hora de volver a casa. Alargo la mano hacia el niño.
—Todas esas cosas que nos cuentas son muy interesantes. A lo mejor te volvemos a ver mañana, y entonces podrás contarnos más cosas sobre él. Nos gustaría que nos siguieses hablando del hombre del hacha…, y también de los caballitos de mar.
Me estrecha la mano, ya no parece irritado por mi estupidez.
—Volveré —dice—, volveré mañana por la mañana.
—No se te olvide —dice Miss Peaches—, queremos que nos cuentes más cosas de ésas.
Se inclina sobre él y le pasa suavemente la mano por el pelo mojado. El niño sonríe, va hacia la orilla del mar, donde la arena está muy dura, luego se vuelve hacia nosotros y nos hace un gesto de despedida; nosotros le imitamos.
—Mi madre —nos grita con voz clara e inteligible—, mi madre está muerta… Se murió ayer.
No decimos nada, y él nos vuelve de nuevo la espalda y se aleja corriendo. Será un buen corredor de media distancia. Miss Peaches y yo le observamos sin decir palabra, hasta que ya no es más que un punto en la distancia. Me parece que se para una vez más para hacernos un ademán de despedida, pero tan lejos, y sin gafas, no lo puedo asegurar.