La cantante se inclina hacia el pianista canoso y por debajo de su vestido rojo se le marcan las bragas. No importa. Ni siquiera los más guarros aprovecharían este momento para tocarle el culo. Se vuelve hacia el público con el micrófono en la mano derecha y da un par de pasitos por la tarima. Se detiene y sonríe. Su dentadura es perfecta. Se la pusieron hace un año. Lleva el pelo recogido en un gran moño y una flor amarilla prendida en el pelo negro.
El pianista levanta la mano derecha por encima del teclado y engarfia los dedos. Su gran nariz de canónigo intrigante hace suponer a ciertas mujeres que es hombre sexualmente bien dotado. Le atormenta, sin embargo, el reuma. No puede doblar como quisiera los dedos de la mano. Tiene los nudillos hinchados. Lo más probable es que con esos dedos no pueda tocar bien el piano.
Sobre el piano, en un florero desportillado, unos cuantos geranios de plástico y el retrato descolorido de una mujer puesta en un marco de terciopelo rojo.
La cantante entorna los ojos y finge un estremecimiento. La vieja canción que se dispone a cantar la traslada siempre a los brazos de un hombre que hace años se fue con otra, pero al que continúa amando. El pianista continúa esperando. Resopla por la nariz y vuelve la mirada hacia la mujer.
—Dedico esta canción a mi querido público —dice ella, pensando en la vecina que esta mañana le ha dicho que estaba demasiado gorda.
Da otro paso al frente y se engancha el pie izquierdo en los cables del micrófono. Está a punto de perder el equilibrio. Pide disculpas por su torpeza. Se aclara la garganta y empieza a cantar, pero nadie la escucha. La gente continúa hablando en voz alta y de vez en cuando, sobre un fondo oscuro de rumores y toses, salta la risa de otra mujer que ha bebido más de la cuenta.
Luego, al final, suenan algunos aplausos. El pianista canoso se ha quedado con la barbilla clavada en el pecho, como si se le hubiese roto el muelle del cuello. Las rosas de plástico palidecen un poco más y se alegran de ser artificiales.