Cuando te acercas a la gran duna de Erfoud la carretera se cubre de polvo. Poco después las lenguas de tierra extienden un velo bajo los neumáticos y finalmente el asfalto desaparece del camino. Quedas a merced de la pista que va y viene, se oculta bajo las dunas y aparece unos metros más allá marcada por hitos de piedra. El todoterreno circula sinuoso por una senda insociable que ha de guiarte al corazón del desierto. Rodar por la arena es más parecido a navegar. El volante es un timón. Sin darte cuenta el camino te atrapa, y no puedes parar, porque si lo haces te quedas clavado. Metes segunda, pisas a fondo (nada de embrague) y surcas las innumerables dunas como si de un erosionado cartón de huevos se tratara, subiendo y bajando sin descanso. Cuidado con el cambio de rasante, no se ve nada al otro lado de la cresta. No pises el freno.
Al llegar al campamento ya es de noche, descubres un firmamento de un azul denso y estrellado. Es fácil distinguir la Vía Láctea, otro sendero intransitable, recto y brillante como una esperanza ciega. Paul Bowles lo describió en su libro “El cielo protector”:
—…el cielo aquí es muy extraño. A veces, cuando lo miro, tengo la sensación de que es algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo que hay detrás.
—¿Pero qué hay detrás? —preguntó Kit con un hilo de voz.
—Nada, supongo. Solamente oscuridad. La noche absoluta.
Un fatigado bienestar produce el silencio cuando todos descansan bajo los techos ásperos de las jaimas. Es un silencio apacible y templado, parece que hasta el tiempo está ausente. Te tumbas sobre la arena sedosa y con la vista puesta en el vacío sientes que el viento africano se ha colado en tu cerebro y ha barrido las ideas, los pensamientos, los amores y desamores, el origen y cualquier previsión de futuro. No hay nada, y sientes placer.
Para Paul Bowles, “el desierto nunca es tan bello como en la penumbra del alba o del crepúsculo. El sentido de la distancia se pierde: una ondulación muy cercana de la arena puede ser una cadena montañosa alejada, cada pequeño detalle puede cobrar la importancia de una variante capital del tema repetido del paisaje. La llegada del día promete un cambio, pero cuando ha alcanzado la plenitud, el observador sospecha que es una vez más el mismo, el mismo día que ha estado viviendo durante mucho tiempo, una y otra vez, ese día cegador que el tiempo no ha empañado.”

Con aroma a hierbabuena el amanecer se instala en el campamento cuando el sol, rojizo como la tierra, despunta y abraza las crestas con dilatadas manos. Todo es familiar, se ha borrado el paisaje y empiezas de cero a dibujar los vértices. Desde abajo la gran duna no parece difícil, pero la imagen del vacío regresa una y otra vez cuando te atreves a iniciar el empinado ascenso con los pies descalzos. En la cima, la fatiga no es precio para que los ojos recorran toda esa distancia hasta el horizonte. Después te dejas caer de espaldas para deslizarte por la arena hasta la planicie. Pronto se despegará el sol del suelo y perseguirá tu vehículo mientras pisas a fondo el acelerador y dejas atrás el terreno abultado y seco. Al partir, ya sabes que volverás a buscar esa arena que, desde los bolsillos, se derramará el resto del año por el asfalto.