Lo que le gustaba de su primera mujer era su talento para la imitación. Después de una fiesta, una fiesta que hubieran dado ellos mismos o cualquier otro matrimonio, sabía imitar con gran realismo todo aquello que habían visto: rostros, voces y con su bonita boca hacía toda clase de pequeñas muecas con las que sabía revivir en un mágico momento la presencia de cualquier amigo ausente.
—Bueno, en fin, zi a mí de verdad me interezaze… ¿No es así como habla Gwen?, a ver: zi a mí de verdad me interezaze la ecología…
Y él, su marido, se echaba a reír, y no paraba, a pesar de que Gwen era secretamente su amante y acabaría siendo su segunda mujer. Lo que más le gustaba de Gwen era lo mucho que se agitaba en la cama, y lo que menos le gustaba de su primera mujer era lo mucho que insistía en que le diese masaje en la espalda, y luego, mientras sus manos la frotaban fatigosamente, todas las noches se le quedaba dormida.
Durante los primeros años de su segundo matrimonio, cuando volvía con Gwen de alguna fiesta, él, sin darse cuenta siquiera, esperaba que empezaran las imitaciones, la recapitulación. Alguna vez llegó incluso a hacer de apuntador:
—¿Qué te pareció el hermano de nuestra anfitriona?
—Bueno —decía entonces Gwen, sin más—, pues a mí, la verdad, me pareció muy agradable. —Y como su intuición femenina le daba a entender que él esperaba más, añadía a veces—: Bueno, inofensivo, un poco estirado si quieres.
Sus ojos relucían al oír, en el silencio expectante de él, una no expresada solicitud, y acababa diciendo, con esa traba suya tan conmovedora e infantil:
—Pero ¿qué quierez zaber?
—No, nada, bueno, es que… no; pues que Marguerite le conoció una vez hace años ya y quedó sorprendida de lo tonto y pedante que era. Esa manera suya de chupar la pipa y de terminar siempre sus frases diciendo: «¿Entiendes lo que quiero decir?»
—Pues a mí me pareció perfectamente agradable —dijo Gwen, gélida. Y le volvió la espalda para quitarse el ceñido y plateado vestido de noche. Cimbreándose para hacerlo bajar caderas abajo, le miró de nuevo y añadió retadora:
—Y te diré, sabía mucho de trucos fiscales.
—No lo dudo —se burló débilmente Pigmalión, paralizado al ver que su mujer, desnuda, avanzaba en línea recta hacia él y hacia la cama conyugal—. Es tardísimo.
—Hala, ven —dijo ella, después de apagar la luz.
La primera imitación que hizo Gwen fue la del segundo marido de Marguerite, Ed. Se habían encontrado los cuatro inopinadamente en un baile a beneficio de las ballenas en extinción, al que había sido invitado todo el mundo.
—¡Oh, la la! —dijo después ella, con voz estentórea, cuando ya estaban los dos en la alcoba conyugal—, de modo que eres tú mi noble predecesora. —Y añadió, a manera de aparte—: Sí, sí, noble, te tiene tanta rabia que le pusiste frenético.
—¿De veras? —dijo él—, pues la verdad es que yo a él le encontré perfectamente agradable, a pesar de que la cosa pudo haber sido más violenta.
—Sí, por cierto —asintió ella, imitando al bonachón y expansivo Ed, y durante un mágico instante sus facciones, de ordinario menudas y redondas, adoptaron la expresión ligeramente vidriosa y fofa de forzada benevolencia de Ed—, nada violento entre tú y yo, ¡jajajajaja! —su rostro siguió animándose—, y a propósito, chico, dime: ¿cómo es que ya nunca nos llega a tiempo tu cheque para la manutención del niño?
Él se echó a reír y no podía parar, encantado de ver que su mujer tenía ya esa gracia que a él le parecía la auténtica feminidad: una sensibilidad plástica, alerta, ante el entorno humano, una capacidad de reacción sutil y sensitiva que cambiaba de dirección según la naturaleza misma. A él sólo le era posible entender el mundo, y éste era su gran miedo, si una mujer se lo traducía. Y ahora, siempre que volvían de alguna reunión y él preguntaba qué le había parecido fulano o zutano, Gwen se paraba a pensarlo en ropa interior, como si estuviese en pleno escenario.
—En fin, querido —rompía a declamar, en súbita y agitada parodia—, ¡si no fuese por Portugal, como lo oyes, no quedaría un solo país de verdad en toda Europa!
—Anda, anda —protestaba él, encantado de ver sus bonitas facciones deformadas en un gesto de extraño y caballuno esnobismo.
—¿Cómo lo hacía ella? —solía preguntar Gwen, llena de interés «profesional»—. Algo que hacía con la barbilla, así, moviéndola de un lado a otro sin abrir la boca.
—¡Sí, sí, justo, eso! —aplaudía él.
—Claro que, como sabeees —proseguía ella, imitando la voz—, antes, por lo menos, teníamos a Grecia, pero, ahora, con esos malditos áaarabes…
—Sí, sí, justo —decía él, lleno de orgullo y con la cara dolorida de tanto reír.
Y la verdad es que lo hacía con absoluta perfección.
En la cama, ella le dijo:
—Es tardísimo.
—¿Quieres que te dé masaje en la espalda?
—Mmmmm. Zí, me gustaría.
Y mientras su mano izquierda trabajaba sobre esa superficie suave, cálida, flexible, su mujer —o ese algo diminuto que había en ella y que sólo a ella pertenecía— se iba alejando de él, hasta quedar fuera de su alcance; así, noche tras noche, se le quedaba dormida.