Llega tarde a casa. Todos duermen. Sin hacer ruido gira la llave tres veces y avanza de puntillas hasta su habitación. Con los ojos vidriosos se deshace del abrigo, la sudadera roja, los vaqueros, las playeras, el sujetador y las bragas. Se acuesta desnuda y su olor impregna las sábanas. Tirita. Le cuesta entrar en calor.
A la mañana siguiente, con la boca arenosa, elige una sonrisa falsa para ocultar la mejor noche de su vida. Hace inventario de las mentiras que contará mientras se cepilla los dientes y comprueba los mordiscos del pecho. Reconoce los colmillos hasta en diez sitios distintos. Apenas se lava.
Temblando se acerca a la cocina. Escucha el carraspeo de la madre y el silbido de la tetera.
—¿A qué hora llegaste? No tienes buena cara. No deberías trasnochar tanto.
La garganta le escuece tanto como la vulva, colorada, rolliza, mantecosa. Dulce y pálida saborea la fiebre que le crece dentro. Piensa en la crueldad de sus garras afiladas lacerando la carne sin piedad, en su aliento caliente y húmedo en el oído, en los dientes ensangrentados y los mordiscos en el aire acercándose a la vagina.
La madre es gordita, rosa, con rulos. Se mueve desplegando manjares sobre la mesa. El padre, perfectamente planchado, oculta el rostro y espera paciente leyendo el periódico y tosiendo alguna vez. Huelen a tarta de manzana.
—He quedado con Paula. Mañana tenemos examen de historia.
La chica mira a la madre. Le parece un decorado vacío en una vida desierta. Un fósil. Le gustaría mostrarle las marcas, las heridas, los desconchones. Compartir su arrebato.
El padre pasa la página y lee en voz alta.
—Aseguran haber visto al hombre-lobo merodeando por la Sierra de las Nieves. Manuel García, de 39 años, iba de excursión con unos amigos cuando lo vieron adentrarse en el bosque. “Nos asustamos mucho. Al acercarnos para ver quién era, escapó. Había olor a podrido. Mi perro se quedó embobado, no reaccionó”.
La madre mira a la chica.
—No me gusta que salgas sola, que vuelvas tarde. Ese chico que te gustaba… ¿Ramón, Raúl? ¿No se ha vuelto a interesar por ti?
La chica restriega su lengua entre los dientes. Las llagas saladas avivan un terror dulce. Apenas se mueve para mantener el deseo intacto, el apetito. Todavía abrazada, recuerda el recorrido de la bestia por sus nalgas, los pezones, los dedos. Su hambre antigua devorándola, corrompiéndola. Se ruboriza de puras ganas. Nadie lo nota. Necesita concluir. Roba una tostada y arrastra las piernas trituradas hacia la puerta. El padre baja el periódico y sincroniza el reloj de mano con el del horno. Antes de perderla de vista, lanza el último gorjeo.
—A las diez en casa, si no…
La chica lo mira sin agotarlo, con indolencia. Le interrumpe.
—¿Por qué nadie me dijo que el sexo duele?
Se desangra aferrada al quicio. Agoniza.
El padre desecha la pregunta y concluye:
—Si no, te castigaré.