En un extremo de la trinchera, el teniente Pierre Carriére alzó un par de dedos regordetes y ordenó a Mottet y Metmier que acudiesen a reunirse con él. Las balas alemanas pasaban a ras con un siseo que asustaba. Después de tres días de combate, habían comenzado a retroceder hacia el río y la cosa pintaba muy mal.
—Vosotros dos —gritó el teniente— salís a campo abierto, corréis a toda leche y en zigzag, os abrís paso con las granadas, cruzáis la línea enemiga y os plantáis en Clorot-sur- Seine. Evitad la carretera. Cuando estéis en el pueblo, vais a la panadería (sólo hay una) y le decís a la panadera exactamente estas palabras: cariño, fui un cerdo y un ruin, lo sé. Pero de ésta no me libro y, si todavía te queda un poco de compasión, te imploro que te apiades de mí y me perdones. Por el reposo de mi alma te lo ruego. Con todo mi amor en esta hora funesta, tuyo, Pierrot. Nosotros os cubrimos. ¿Queda claro?
—¡Sí, señor!
El teniente no había elegido al azar. Mottet corría como un galgo y Meunier, antes de la guerra, era cartero. Entre estruendos y estallidos, los dos mensajeros escalaron los sacos de arena y arremetieron contra el frente alemán con un coraje encomiable.
Al cabo de tres horas, ya regresaban. Saltaron a la trinchera, magullados pero a salvo.
—Que dice —resopló Meunier, con la espalda entre los sacos— que ya veo que sigues siendo el mismo cobarde, que no tienes lo que hay que tener para venir a decirme lo que me tengas que decir y tienes que mandar a este par de memos. De rodillas tendrías que suplicarme y aun así… Es que te comportaste como una babosa asquerosa. ¡Con perdón, teniente!
—Parecía cabreada, señor —añadió Mottet.
El teniente Carriére quedó muy abatido. Las mejillas le colgaban fofas y toda la luz de su alma se había esfumado de sus ojos de buey moribundo.
—¿Qué tal un ramo de flores, señor? —sugirió el sargento de brigada Fleurquin.
Dos fulgores gemelos reavivaron de pronto los ojos del teniente.
—¡Flores, sí! ¡Son infalibles! ¡Labouille! Labouille, vete a la retaguardia a recoger… No, un momento —meditó—, quieto ahí, Labouille, que esto es cosa mía.
Erguido como el gallo más nacionalista, Carriére abandonó la trinchera hacia el río. Cuando volvió, en una mano blandía un ramo de flores espléndido y con la otra ya se enroscaba las puntas del bigote.
—Bueno —se despidió, listo para saltar a campo abierto—, el deber me llama.
Los despojos del tercer regimiento de infantería lo aclamaron a gritos, los puños al aire:
—¡Estamos contigo!
—¡Le vas a derretir el corazón!
—¡Ya es tuya, teniente!
Y el teniente Pierre Carriére, armado con un ramo de flores, se abalanzó sobre el frente enemigo.