No sé para qué me estoy gastando los cuartos en un psicoanalista. Este tío no me entiende, no me da soluciones. Y yo las necesito urgentemente. El otro día le decía que desde que Clara está conmigo vivo como un fraile franciscano. El tío guardaba silencio, no sé qué esperaba que hiciera, a mí me pareció que estaba bien clarito: no le iba a decir que me van a estallar los huevos con esta abstinencia forzosa. A mí esos silencios entre asentimientos de cabeza me sacan de quicio. ¡Diga usted algo, coño! –exploté al cabo de unos minutos. Con toda la calma me pidió que le dijese si siempre había sido así. Pero hombre de Dios, cómo va a haber sido siempre así. Cuando sacaba a Clarita de paseo, vamos, siendo ella un bebé, ahí no veas, eso sí que era un chollo: era pisar el parque y venían todas las mujeres habidas y por haber, a rodearme con sus ofrecimientos. Y como Clara llorase ya era el colmo, me la quitaban de los brazos y con eso de que compadecían mi impericia allí que se quedaban a darme consejos, alguna que otra bien cerquita del oído… ¡Qué tiempos! En cambio ahora… No hay repelente más eficaz que una quinceañera para mantenerlas a raya. Lo malo es que yo no quiero mantenerlas a raya, y ya va para largo.
El tipo me escuchaba imperturbable. Al cabo de otro largo silencio, me levanté y le dije que no le encontraba sentido a nuestras sesiones. Vamos, que me iba. Oye, mano de santo. ¿Viven todavía sus padres?, me preguntó. Contesté que sí. ¿Y no ha probado a dejar a su hija una noche en casa de la abuela?, añadió.
Eso es un psicoanalista como Dios manda. Dicho y hecho. Mi madre me puso todo tipo de pegas. Es mi sino: la madre desnaturalizada, la abuela desnaturalizada… Tuve que contarle una milonga sobre un curso de contabilidad en fin de semana para no sé qué créditos, en fin, el típico rollo de la promoción que le da vidilla a sus cotilleos en el mercado. El caso es que finalmente aceptó.
El viernes por la noche no hubo suerte. Se ve que lleva uno pintada la desesperación en la cara. El sábado, en cambio, se sentó a mi lado en la barra una cuarentona. Hombre, no es lo ideal, pero no estaba tan mal y las cosas no están como para andarse con remilgos. La tuve pronto en el bote: se ve que también ella andaba con el síndrome. Pero tiene sus ventajas, que conste: a esa edad no hacen falta ceremonias. En cuanto llegamos al sofá, me preguntó dónde estaba el cuarto de baño y desapareció con un gesto coqueto, pidiéndome que no me fuera.
Y lo cierto es que no tardó en salir blandiendo un paquete de tampones. Con el brazo izquierdo en jarras, me soltó: Conque de Rodríguez, ¿eh? Visto y no visto. ¿Cómo cantaba Sabina? Sacó del espejo su vivo retrato, ¿no? Pues eso.
Hoy Clara me ha preguntado si sé dónde están sus tampones. Tiene tela: encima de quedarme con tres palmos de narices, le ahorré el paso por la droguería.