
El viernes asistí a una charla interesante. El ponente habló de la libertad del individuo. De esa capacidad de decidir que nos convierte en humanos. Y de la obligación de ejercerla a pesar del miedo a equivocarse.
Llevo dos años en paro. La relación con mi familia se ha deteriorado mucho en este tiempo y he descubierto que la disciplina, que llevaba hasta el extremo en el terreno laboral, ya no me sirve para llenar los días.
Durante muchos meses, lo único que tenía en la cabeza era todo lo perdido: los recuerdos de un trabajo resultón al que dedicaba doce horas diarias, el apartamento en el centro convertido en foto de revista y la madre idolatrada, una invención que no conocía. Dejarse llevar alivia responsabilidades, pero resulta muy caro. Ahora sólo me queda el miedo. Y la capacidad de decidir.

Quizá estemos ante la pesadilla del político: un país donde los ciudadanos participen en algo más que en el trámite electoral de cada cuatro años; pero no debemos ser ingenuos. A la iniciativa legislativa aún le queda un largo recorrido. Posiblemente sea absorbida por la burocracia, desnaturalizada por el debate partidista y finalmente aprobada en forma de parodia de sí misma. Sin embargo, lo ocurrido nos muestra la importancia de cada ciudadano, el poder que cada uno de nosotros tenemos para intervenir en los asuntos públicos y la responsabilidad en que incurrimos al delegarlo en los políticos y desentendernos.
Lo siento, Sr. Rajoy, ya no me vale su comparecencia ante las cámaras para hablarnos agazapado detrás de sus gafas y su máscara de falso líder. No me lo creo, no me creo su discurso asegurando una y otra vez que todo es falso. No estamos sordos, no hace falta repetir. Estamos hartos de tanta mentira, de tantos eufemismos, de tantos discursos preparados por expertos. Con sus medias verdades y sus mentiras completas han agotado la paciencia de los españoles.