Con veinte años abominé de la política. “¡La naturaleza humana se corrompe con el poder!”, decía, y me quitaba el problema de encima. De esta forma renuncié al conocimiento de la historia política de la humanidad. Renuncié a mi Historia.
Cuando acudía a las urnas, iba cargada de motivos y desprovista de información. Voté por inercia (de los padres), por llevar la contraria (a los padres) y, sólo cuando atendí a lo que me rodeaba, he logrado crearme una opinión: la mía. Esa opinión me separa a veces de personas a las que quiero. Me encuentro a menudo inmersa en batallas sin cuartel porque no entiendo la poca cabeza: ¿quién puede pensar aún que las medidas tomadas por este Gobierno son las únicas posibles?
Es momento de entender quiénes somos, de reconocer cuál es nuestra posición económica. Una tele de plasma y un gato persa no nos convierten en empresarios ni banqueros. La inmensa mayoría seguimos siendo trabajadores por cuenta ajena, estudiantes y pequeños empresarios o autónomos; es decir, NADA para la apisonadora de los grandes capitales, la corrupción y la intriga política, que están mercadeando con nuestras vidas.
Hoy es más importante que nunca tener conciencia de clase. Repudiar el esnobismo y el pijoterío, y comprender que, cuando se recortan derechos a la clase trabajadora, no sólo están jodiendo a ese que no coincide con nosotros en el restaurante japonés. ¿O no pensásteis al principio que todo esto de la crisis era cosa de albañiles?