Mientras escucho el disco de Jorge Drexler, miro a través de la ventana y veo a lo lejos los destellos de la Torre de Hércules. Fuera, las persianas golpean los marcos; las bolsas de plástico y las hojas levantan el vuelo, le dan forma al remolino. Y al fin la lluvia que cae. La tormenta no me seduce tanto como lo que la precede, el segundo antes de que todo se rompa. Me pregunto cómo fue para Eloy ese instante.
Eloy vivía en el primer piso del bloque donde me crié. Me ofrecía su mano para saludarme como a un hombre, aplaudía cuando le contaba alguna anécdota y sonreía todo el tiempo; detalles diminutos que te recordaban que las cosas podían funcionar entre las personas. Yo tenía 12 años y lo admiraba. Él era 15 años mayor y pasaba las tardes junto a esos tíos a los que nuestras madres habían bautizado “los locos”, denominación que incluía a todo el que tuviese el cabello largo, escuchara rock y fumase marihuana en las esquinas del barrio.
Una mañana me encontré con la noticia de que Eloy había muerto. Pensé inmediatamente en los días de verano, en sus jeans cortados a la altura de la rodilla y sus chanclas. Algunos vecinos me dijeron, bajando la mirada, que fue un accidente. Otros, a media voz, afirmaron que cogió la autopista de noche con la moto para suicidarse. Tal vez había tomado la decisión antes y solo le faltaba elegir fecha.
Me pregunto qué sintió. Abro la ventana despacio. El agua cae con menos fuerza. Son ocho pisos. Aterra pensar en que no hay segunda oportunidad, ni un dios al que decirle que no, gracias, que mejor me voy al infierno. Ni siquiera un infierno con su oferta de verbo tentador: arder.
Abajo, la acera de baldosas blancas y rosa pálido no va a ver mi cráneo roto. ¿Son conscientes los suicidas de ese segundo en que todo se rompe mientras cierran los ojos?
Cierro la ventana, pongo de nuevo la primera canción del disco y escucho: “doce segundos de oscuridad, para que se vea desde alta mar, de poco le sirve al navegante que no sepa esperar”. No sé si saltar es una cobardía o un derecho, pero lamento que Eloy no tuviese ocasión de considerar los versos de Drexler.