A Lobo Antunes, otro de mis maestros

Ya no uso calcetines de croché, ni bragas con garbancitos, ni me pongo un lazo en el pelo. Parece que hace siglos que no soplo las velas del pastel de chocolate que mamá me preparaba cada cumpleaños, ni me sangra la nariz cuando lloro. En realidad, ya casi nunca lloro.
He cambiado mucho, lo sé. Hace años que me depilo las axilas, me crecieron los pechos, encontré trabajo en una notaría. Dejé de vivir con mis padres.
No he vuelto por el barrio. Quizás cerraron la tintorería, el kiosco de la señora Pilar o el bar donde jugábamos a las cuatro esquinas. A lo mejor ahora hay un ciber-café en el porche, bajo el piso donde vivías. ¿Te acuerdas del porche? Los domingos se llenaba como el patio del colegio a la hora del recreo.
Yo sí me acuerdo de la última fiesta en mi casa. Cuando abrí la puerta y solo vi a Nono, me desilusioné tanto… Pero, de repente, saliste del escondite, con tus pecas recién pintadas y los brazos ocultando algo detrás de la espalda. ¡Cierra los ojos! Y cuando los abrí, me diste aquel regalo envuelto en papel rojo con lunares dorados. ¡Mira lo que hay dentro! ¡No seas tonta, míralo ahora! Allí mismo, en el rellano de la escalera, desenvolví el paquete con cuidado para no romper el papel. Dentro había una bolsa gigante de sugus y un estuche verde de Snoopy. Luego, a mitad de la fiesta, desapareciste sin avisarme. Metí el papel rojo y la bolsa de caramelos en la caja de zapatos donde guardo las cosas que no quiero perder, junto a los cromos que me enviaba en sus cartas la prima de Australia y las pelotas de golf que me trajiste al volver de tus vacaciones en Londres.
Nono me dijo que nunca le preguntabas por mí cuando os veíais los veranos en el pueblo. Pero sé que mentía porque siempre le gusté. Lo supe el día que, desde la ventana de la cocina, le sorprendí borrando tu nombre del corazón de tiza que pintamos entre los dos en la puerta trasera de la sastrería. ¡Vaya con Nono! ¿Sabes qué? Llegó a inventarse que estabas saliendo con aquella rubia enclenque, la hija tan cursi de los amigos ingleses de tus padres. Yo sabía que no era verdad. Fíjate como será que hace poco, cuando por casualidad apareció con su mujer para escriturar un piso en la notaría, me aseguró que te habías casado con la inglesa y que ahora vivíais en Barcelona. Por supuesto, tampoco lo creí. ¿Desde cuándo la gente se casa a los siete años?
He cambiado mucho y, desde entonces, no he vuelto por el barrio. Pero aún así estoy segura de que vas a reconocerme el domingo, cuando doble la esquina de la farmacia y me siente en el porche de tu casa a esperar que tu madre te deje salir a jugar conmigo si te acabas el vaso de leche.