Viajar por el Rajastan —tierra de reyes— es como trasladarse a un pasado de cuento oriental. La fuente de inspiración no solo se encuentra en las historias que emanan de los palacios de mármol y piedra labrada; de Marajás y reyes mongoles; de épicas batallas libradas por los guerreros rajputas, sino que también surge en cualquier rincón mugriento de orín, en el agujero oxidado de una enorme cerradura, en el color fosforescente del sari de la vendedora de especias, en la mano acartonada y rasposa de una mendiga que la agita al paso de los autos rickshaw.

La libreta siempre abierta

La libreta siempre abierta para captar, como hizo Kipling, la mirada indiscreta e insolente de un niño harapiento encaramado sobre un cañón de bronce, o para intuir la historia almacenada en los ojos apagados de un anciano lama tan delgado como su bastón de caña.
Sir Rudyard Kipling caminó por la India en la segunda mitad del siglo XIX, atento a esos detalles que se le escapan al turista. Cuando tuvo los cimientos para una novela, se recluyó en el Sawa Mahal, un palacete construido en la localidad de Bundi, a orillas del lago Jait Sagar, para ordenar sus ideas y acoplar las piezas del puzzle al que titularía Kim, publicado en 1901.
El viajero se sienta en el mismo balconcito que Kipling, con tres arcos y una baranda de piedra blanca. Contempla el lago en calma como lo haría aquel, atiende el canto intermitente de los pájaros y al eco de un canto femenino y narcótico en la lejanía: no es extraño que las palabras comiencen a llegar en un orden singular, como las manadas de monos que acechan desde los tejados.
En la India, además de la libreta, hay que abrir bien los ojos y los oídos al ruido violento y desordenado del tráfico, acariciar las piedras y el polvo de los caminos, respirar el hedor a excremento de vaca, y saborear despacio la comida picante. Solo así rellenaremos las páginas de una moleskine con imágenes que otros confunden creyendo que provienen de las musas.