Bajo el volcán es el relato de las últimas horas de la vida del cónsul inglés Geoffrey Firmin (trasunto de Malcolm Lowry) en Cuernavaca, México 1938, durante el Día de los Difuntos. Hasta allí viajó el autor, Lowry, para inspirarse y escribir su obra maestra, considerada una de las mejores novelas del siglo XX. Una obra exigente con el lector, sobre todo en sus primeros capítulos, que acaba fascinando; de esta novela y de Lowry, dice nuestro escritor Antonio Muñoz Molina: “… lo llevo conmigo en el metro y aprovecho para leer una página o sólo unas líneas en los sitios más inclementes, en la antesala del dentista, me levanto por la mañana y nunca me olvido de recogerlo de la mesa de noche, donde lo dejé al apagar la luz.” A Gabriel García Márquez también le cautivó: “Bajo el volcán es tal vez la novela que más veces he leído en mi vida. Quisiera no leerla más, pero sé que no será posible, porque no descansaré hasta descubrir dónde está su magia escondida.“
John Huston realizó una inolvidable película (1984) basada en la novela. Pocos directores podrían haber plasmado, con implacable precisión, el angustioso día de Geoffrey Firmin (Albert Finney) hasta su asesinato, a manos de unos policías fascistas en El Farolito, un inmundo burdel, mientras su ex mujer, Yvonne (Jacqueline Bisset), que ha salido en su busca, muere atropellada por un caballo que irónicamente el mismo Geoffrey había dejado en libertad unas horas antes.
Geoffrey Firmin –realmente cónsul del alcohol– no pertenece a ningún sitio; su patria está en el fondo de cada botella de mezcal de donde sale el genio de la autodestrucción que, como del fondo de un volcán, llena su mente de lava. El terror de sí mismo, del pasado y del destino del hombre, provocan en esta sobria película, con su personaje constantemente ebrio, aunque no exento de lucidez, una inquietud sobrecogedora en los espectadores. La pérdida de cualquier Edén y la lucha contra los fantasmas de la mente, macerados en alcohol, le acercan a la desgracia última. Rodeado de las risas estridentes y los excesos de la fiesta de la muerte que disfrutan los vivos, sufre el desconcierto que mana de su interior. Siente, desposeído de lo que ama, el final de perro en la cuneta de cualquier cantina. Hasta la degradación y el delirio:

“No hay paz, murmura, que deje de pagar su tributo al infierno”.

Pero, su embriaguez ¿no simboliza la ebriedad de los dirigentes y pueblos ante la inmediatez de la guerra en Europa? La traición y abandono de Yvonne, su mujer, ¿no está asociado a su concepción de pérdida y expulsión de Paraíso?, (recordemos la célebre escena del jardín, donde el autor introduce elementos míticos como el Paraíso, o la secuencia donde se alude al huevo cósmico, así como a la inundación). En todo caso, una historia plena de simbolismos que permite tantas lecturas como ocasiones tenga el espectador de presenciar la película o leer la novela.
La fotografía, en la película de Huston, nos retrata un entorno extraño y ajeno donde la diversión forzada, junto a otras costumbres, cobran un matiz grotesco; nos obligan a la reflexión sobre nuestros propios ritos y, quizá con ellos, a nuestra manera de evadirnos.
La interpretación de Albert Finney, buscando el suicidio mediante el alcohol, es magnífica. La de Jacqueline Bisset, muy correcta. Nunca –hasta muchos años después con Leaving Las Vegas (1995) – se había filmado de manera tan despiadada la autodestrucción de un personaje.