Algunos escritores supieron poner palabras a mis dudas y me empujaron a cuestionar lo que creía saber. Cuando en un viaje paso cerca de la casa que habitaron, o de la tumba donde yacen sus restos, me acerco hasta allí a presentar mis respetos. A cambio, ellos me atienden con esa paciencia que tienen los muertos. En Berlín, fui a visitar a Bertolt Brecht.

En lugar de guardar cola para subir a la cúpula del Reichstag, me dirigí al pequeño cementerio de la calle Chaussee, situado en el Mitte (distrito centro). Cerca del portón, encontré las tumbas de Brecht y su mujer.

La lápida, una roca ovalada con el nombre esculpido y pintado en blanco, tenía encima un cúmulo de piedrecitas en equilibrio precario. Anoté una frase de agradecimiento en un trozo pequeño de papel y lo introduje entre las hojas de las plantas que recubrían la sepultura. No reproduzco la frase por pudor (afortunadamente, la lluvia habrá desintegrado el papel hace mucho), pero reconozco que había una pizca de envidia. ¿Cómo se puede llegar a escribir una obra destacable?

Llevaba un ejemplar de bolsillo de Las historias del señor Keuner y leí un fragmento en voz no muy alta:

Un hombre que no había visto al señor K. hacía tiempo lo saludó con las palabras:

— ¡Caray, no ha cambiado usted nada!

— ¡Oh! —dijo el señor K. y empalideció.

Miré el entorno y pensé que Berlín, siempre en construcción, es una ciudad donde tal vez el mayor pecado sea la inmovilidad. Incluso aquel cementerio, rodeado de casas y calles, había sido concebido como un espacio urbano transitable.

A escasos 50 metros de su tumba, está la casa donde vivió Brecht. Allí, una señora muy amable me explicó que él residía en la primera planta, mientras su mujer habitaba la planta baja. En el estudio de Brecht había una entrada; una sala donde recibía a las visitas, con mesa redonda y biblioteca; su despacho, que era la habitación más grande y mejor iluminada de la casa, con 7 mesas para trabajar de distintas formas —sentado, de pie, manuscrito, en máquina de escribir, junto a la ventana, alejado de la ventana—, y un diminuto dormitorio en cuya puerta permanecía colgada la gorra del escritor.

Me pareció que Bertolt Brecht debía tener los mismos problemas que cualquier otro para afrontar el compromiso de escribir. Por eso había concebido aquella casa como una trampa contra la ociosidad.

Regresé de Berlín con la lección aprendida. Ahora sólo falta solucionar el problemilla de la hipoteca de un dúplex. Eso, y tratar de explicarle a mi pareja que voy a vivir en la planta de arriba.