LA ISLA DEL TESORO

Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior de la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Un último esfuerzo y encontraríamos el legendario tesoro del capitán Morgan.
–Aquí –dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado, había señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un esqueleto humano.
–Todo concuerda –dijo Gucio–. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol llegaba a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el esqueleto mostraba sus dientes sonriente.
Respirando pesadamente, nos sentamos encima del cofre.
–Quince años—dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito: «Besadme el culo. Morgan.»
–El objetivo nunca es lo importante –dijo Gucio–. Lo que cuenta es el esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.

EL FUNERAL

Durante un paseo, me uní a un cortejo fúnebre. Siempre anima más que vagar uno solo y sin rumbo. No sabía a quién estaban enterrando, pero ¿qué importaba? Nosotros, los humanos, formamos todos una gran familia.
Además, siempre se puede preguntar. Mi vecino de la izquierda del cortejo tampoco lo sabía.
–Voy a la tintorería a recoger un pantalón. He visto un funeral y puesto que me pilla de camino me he unido. Sólo hasta la esquina y después tuerzo.
Pregunté, pues, al vecino de la derecha.
– ¿Que de quién es el funeral? ¿Y yo qué sé, acaso muere poca gente? El banco no abre hasta las nueve, así que tengo un poco de tiempo todavía.
El tercero, que caminaba unos pasos atrás, tampoco era capaz de informarme.
–Yo no soy de aquí, soy un simple turista.
Pero pregunte a esa señora con velo negro, la que camina detrás del féretro. Tiene pinta de ser la viuda y debe de saberlo.
En ese momento empezó a llover y abandoné el cortejo. No voy a mojarme por alguien a quien ni siquiera conozco personalmente.