En su obra Days of Burma, George Orwell describió las penurias de los birmanos, consumidos por las guerras locales e incapaces de repeler más tarde al ejército británico, una fuerza tan descomunal como el tifón que les ha azotado recientemente.
Hace dos años visité Birmania (o Myanmar como la llaman los que tratan de borrar su historia) y fotografié los paisajes de juncos y arrozales de un verde húmedo, militar; el brillo opaco del lago Inye, que parece reflejar los rostros de los asesinados en agosto del 88; la cúpula rutilante de la Shwedagon Paya como símbolo de la rebelión pacífica que se cuece en las pagodas; y las túnicas de los monjes, del color de la sangre seca.
En las fotos me sorprende mi sonrisa distendida; resalta mi dentadura blanca, mientras en segundo plano se ve a un niño con el rostro cubierto de tanakha (un ungüento de color amarillo que protege del sol) intentando venderme unos collares, un frutero que agita el fruto del dragón o un monje sentado en uno de los bancos del puente de teka de Amarapura.
Lo que no muestran las fotos es el miedo del pueblo, conmocionado por las masacres de la dictadura, resignado ante el olvido de Occidente y, sin embargo, tan amable con el extranjero.
En septiembre de 2007, la televisión retransmitió imágenes de la “Sule Paya Road”, la avenida de Yangón por la que había transitado un año antes con mi cámara y mi dentadura de turista. En el reportaje aparecían los militares a un lado y los monjes al otro. Al único extranjero que pude distinguir fue a un fotógrafo japonés que yacía sobre la calzada con un balazo en la frente. La opinión pública, tras la pantalla, se indignaba ante lo que allí ocurría. Fueron varios días de manifestaciones en los que se produjeron más muertes. Después todo se calmó, pasó la noticia, volví a sentirme lejos de aquello.
En este lado del mundo somos disciplinados, como en la Oceanía de 1984.
Quizás me esté convirtiendo en otro Winston Smith y haya comenzado la reducción de mi vocabulario, tal como exige el Ministerio de la Verdad en la novela de Orwell, hasta poder afirmar algún día que “he ganado la batalla contra mí mismo. Amo al Gran Hermano”.