Las jabalinas blancas alcanzaban a tocar, a través de la persiana, sus nalgas de mapamundi. Algo muy claro se derretía detrás de la ventana. Al verme solo, el rectángulo de la cama de matrimonio me pareció un territorio demasiado vasto: Bianca había huido. Entró al cuarto de baño. Se oyó un fino correr de agua, la explosión de la cisterna, una tos delicada. Entonces la arquitectura barroca de Bianca irrumpió de nuevo en el dormitorio. Me preguntó si pensaba quedarme mucho rato. Yo le dije que haría lo que ella quisiera. Bianca sonrió y se marchó a la cocina. Me impresionó verla descalza. En realidad, no se había puesto ninguna ropa al levantarse. Pero yo esperaba que se pondría al menos unas pantuflas, o esos diminutos calcetines rojos que ella suele usar, para saber si encontraba alguna diferencia de temperatura
entre yacer conmigo y deambular por la casa.
De Bianca me gusta ese roce de bolsas de arena entre las ingles. Y me gusta el compás desarreglado de las nalgas, que se vuelven tirantes como un arco cuando se agacha un poco. De espaldas, sus caderas se ofrecen ligeramente hundidas para su robustez: allí donde uno esperaría ver sobresalir dos soberbios panales, se le forman en cambio unos encantadores huecos que aparecen y desaparecen mientras ella camina. Hace años que conocía a Bianca, y años llevaba deseándola entera. Claro que, al principio, yo había sido demasiado joven y ni siquiera podía soñar con un fracaso: debía conformarme con la fiebre silenciosa de mi cuarto, imaginando un porvenir de palabras ardientes y sudores de bestias. Había crecido casi enfermo, modelando mi deseo por Bianca cada vez que me tocaba. Más tarde llegó la edad y su momento. Con él llegaron también las dudas: ¿cómo decírselo? Por fin cayó otro invierno sobre Roma. El frío me ayudó a decidirme. Aquel año empecé a cruzar algunas palabras con ella durante mis salidas nocturnas. La veíamos pasar por la Vía Veneto y alzábamos nuestras botellas de cerveza, le gritábamos cosas y reíamos; yo deliraba. Necesitaba abrir el cofre de sus nalgas. Necesitaba respirar a Bianca.
Después, como suele decirse, todo sucedió rápido.
¿Quieres café?, escuché que me hablaba desde la cocina. Sí, gracias, contesté concediéndome unos instantes más de dicha entre el desierto de la cama deshecha, hurgando en las sensaciones de la noche anterior para traerlas hasta la tibieza de aquella mañana en la que un hombre verdadero, con mi mismo nombre, había amanecido en lugar de aquel muchacho temeroso. Me sumergí en una cosquilla flotante. El prepucio me ardía con dulzura. Sentí una luminosidad sobre los párpados, un vacío de unos segundos y enseguida la mano de Bianca sobre mi espalda, sacudiéndome, y un aroma tostado. ¿No me dijiste que querías café?, vamos, lirón, despiértate. Volví a abrir los ojos, fingiendo que pretendía incorporarme, y ella me acarició el desorden del cabello mientras yo le miraba las pupilas oscuras de los senos: parecían dos platos para desayunar. Me incorporé con lentitud y ella me dejó una taza caliente entre las manos. Después vi que comenzaba a vestirse. Empezó por los pies. Se puso unos calcetines rojos. Buscó un sujetador en un par de cajones y enseguida, con disgusto, en el canasto de mimbre del cuarto de baño. ¿Sales?, le pregunté. Bianca se ceñía al pubis un triángulo negro de bordados blancos. Sí, salgo ya mismo, contestó, así que si quieres tomarte ese café conmigo tendrás que hacerlo rapidito, ¿de acuerdo? Obedecí y me bebí el café de dos sorbos. La garganta se me encendió, como cuando tiempo atrás quería hablarle a Bianca y no podía. Ella ya estaba maquillándose frente al tocador. Desnudo, calzado con las pantuflas de Bianca, fui a orinar y tuve otra erección. ¿Tanta prisa tienes?, dije. Con los labios estirados y del color del día, sin dejar de pintarse, me contestó que sí pero que no me preocupara. Yo clavé la mirada en sus zapatos negros de tacón de aguja. No te preocupes, cielo, repitió Bianca, yo tengo que salir, pero tú quédate a tomar otro café si quieres. Simplemente déjame el dinero ahí, sobre la cómoda, y cuando decidas irte, tira fuerte de la puerta y comprueba que ha quedado bien cerrada.