Claro está que nosotros nunca hemos tenido principios. Ni hay razón para que los tuviéramos. Vivimos cerca de la playa, en una casa de madera, con algunos pinos alrededor. Margarita se empeñó en ir a pasar sus vacaciones en la casa de al lado. No es que esté cerca, pero como no hay otra que nos separe, somos vecinos. No hablábamos con ellos, no por nada: no somos orgullosos, no. Ellos son negros, como nosotros, y no había pasado nada, pero no nos hablábamos: cosas que suceden. Margarita se empeñó en ir, y fue. Yo no estaba tranquilo, ella se reía de mí. Por si acaso quedamos en que si algo le sucediera, me llamaría.
Ella no era fácil de colocar, con todo y ser blanca: tenía mala reputación por el contorno. Bueno. La cosa es que, al ir a la escuela, la dejé en casa de los Walter y no entré en clase. Pasaron las horas y me reconcomía. Anduve por la playa, pasé frente a la casa y como no se veía a nadie me puse nervioso. Miré a través de la cerca de cañas: el jardín estaba tan descuidado y sucio como siempre, con trozos de periódicos arrugados entre viejas latas de conservas abiertas y vacías, cubiertas de orín, tiradas entre maderos y yerbajos que crecían como podían por la arena llena de cascotes. Una palmera esquelética, unos arbustillos de nada, unas gallinas picoteando.
Por la noche no pude más y decidí que algo había pasado. Cogí un gran trozo de carne cruda en la cocina y me fui acercando como un asesino al jardín de los Walter. Oí a Margarita cuchichear con alguien, que no podía ser otro que Sóstenes, entonces les eché la carne, oí cómo caía en el suelo, entre ellos.
Nunca me lo ha perdonado porque, según me dijo, estaba a punto de casarse con Sóstenes, y mi trozo de carne deshizo la boda. Cuando me pongo a pensar en ello no acabo de comprenderlo, porque, ya lo dije, ellos no tienen prejuicios y esa carne era carne de res, un trozo cualquiera, buena, roja, no podrida. Pero no se casaron. Yo tenía entonces doce o trece años –eso nunca se sabe–, y Margarita ya andaría por los veinticinco o veintiséis.