Regresaba en taxi al aeropuerto de Ezeiza después de pasar unos días en Buenos Aires. Hacía apenas un año del corralito y en las fachadas de los bancos todavía se leían pintadas como “Bancos chorros” o “Devolved la guita”. El taxista, absorto en el tráfico, apenas me dirigió una mirada por el alargado retrovisor. En el salpicadero llevaba una foto de una mujer y cuatro niños. Cada vez que detenía el vehículo en un semáforo, el taxista colgaba una de sus manos en el volante y miraba por la ventanilla. Aproveché una de esas paradas para preguntarle cómo le pilló lo del corralito. El hombre esperó al verde del semáforo e inició la marcha.
—Un día te levantás y tus ahorros en el banco los dividieron por cuatro. No tenés tiempo para entenderlo, porque al poco tu negocio se viene al carajo y tenés que empezar de cero.
En menos de un mes tuvo que despedir a sus 20 empleados. Lo poco que pudo salvar alcanzó para alquilar un taxi con el que sostener a su familia. Tuvo que enfrentarse a otra realidad.
Buenos Aires es una ciudad inventada por la agónica ilusión de miles de inmigrantes. Se ha forjado a partir de diversas concepciones ajenas al contexto geográfico; es una ciudad europea dentro de Sudamérica. Calles como Corrientes o 25 de Mayo bien pudieran desembocar en la Gran Vía madrileña, la rosácea Plaza de Mayo podría descubrirse al pasear por el centro de Barcelona y a la enorme Avenida de 9 de Julio, con los tejados cobrizos y el obelisco en el centro, sólo le falta el paralelo transcurrir del Sena. Buenos Aires no entiende de lógicas ni de rutinas, es capaz de levantarse desde los escombros renovada y consciente de su belleza, tal como Borges escribió en su poema Barrio Reconquistado: Nadie vio la hermosura de las calles / hasta que pavoroso en clamor / se derrumbó el cielo verdoso / con abatimiento de agua y de sombra.
En este tiempo que se nos ha echado encima como una tempestad, no podemos dejar de rebelarnos ante la pérdida generalizada. Toca hincar las punteras mientras el viento azota, para poder resurgir de las ruinas e inventar otra forma de vivir desde el inmediato rincón de nuestro barrio. Quizás entonces aprendamos a percibir la calidez del resplandor de los charcos.