Recuerdo la voz atiplada de mi madre al llamar a Pulgarcito, los ecos cuando coreaba «Estrellita de Oro en la casa está, Hopito de Burro en el coche va» y unos cavernosos «para comerte mejor» que me provocaban temblores. Ella no sólo interpretaba a los personajes, como narradora conseguía que viera cada puntada al cerrar el vientre del lobo lleno de piedras. Me metía en la historia. Y lo lograba porque ella la vivía para mí.
Más tarde, algunos maestros y profesores consiguieron transmitirme su entusiasmo porque también disfrutaban contando. Después de todo, una buena clase no deja de ser un relato, con planteamiento, nudo y desenlace. Y cómo no, en la Literatura encontré, y sigo encontrando, escritores que me arrastran a habitar los mundos que crean.
El asunto es que hay algo en común en estos casos de seducción enumerados. En todos ellos desaparece la persona que cuenta la historia. Como espectador o lector, estás ocupado en recrear los acontecimientos. Te sientes partícipe del relato porque, al fin y al cabo, las escenas y hallazgos brotan en tu imaginación. Son tuyos. El narrador ha sabido ofrecértelos.
En este acto de generosidad radica la clave de un buen narrador. El autor es capaz de desprenderse de sí mismo y está dispuesto a poner con emoción todo su empeño en iluminar la historia.
Llegamos de esta manera a una premisa de trabajo: un buen narrador es aquel que consigue pasar desapercibido, de forma que la atención del lector recae sobre la historia y no sobre el autor.
No es una invitación a reducir vocabulario o simplificar la sintaxis; las palabras están para usarlas y podemos construir frases de 5 folios si tiene sentido hacerlo y es inteligible. De lo que hablamos es de la actitud del creador ante su creación. Necesario por una parte para promover y alentar la actividad creativa (tenemos derecho a pensar que en las estanterías de librerías y bibliotecas queda espacio para un ejemplar de nuestro libro), el ego es, por otro lado, capaz de arruinar la mejor de las ideas por concitar la atención sobre el autor.
La buena escritura es generosa y se manifiesta de forma desprendida. Al leerla, nos invita a modular la voz, a representar los diálogos. Como el músico que tararea y siente las notas antes de ponerlas en el pentagrama, al escribir hay que creer aquello que se está contando. No se puede responsabilizar al lector de no sentir lo que el escritor fue incapaz de vivir.