En la radio del coche dejó de sonar La chica de ayer; una locutora anunció que, de madrugada, había fallecido Antonio Vega, integrante de Nacha Pop, el mítico grupo de los ochenta que compuso parte de la banda sonora de la Movida madrileña. Durante esa década del siglo veinte, una juventud nacida en los años del incontrolado desarrollismo franquista tomaba el pulso a las noches de un Madrid benevolente, pleno de desparpajo y creatividad, que transcendió las fronteras del propio país.
En aquella época yo vivía ajeno a tal Movida. Andaba demasiado ocupado con mi acné y lamentándome de la mala suerte que tenía con las mujeres.
La primera vez que escuché No me iré mañana fue una día de junio, en 1993 o quizá en el 94. Yo estaba sentado en el césped, junto al comedor de económicas. Lucía, una atractiva delgaducha que había visto un par de veces por allí, se sentó cerca, apoyándose en una acacia y dejando varias carpetas a su lado. Llevaba un mono vaquero, camisa blanca de manga tres cuartos y el pelo rubio cortado a lo garçon. Me gustaba el azul atlántico de sus ojos. No tardó más de una hora en invitarme a su casa. “Un sándwich y unas velas”, propuso. Tumbados en el sofá fumamos porros mientras jugábamos a inventar palabras y sus significados. Cuanto más absurdas eran las ocurrencias, mas nos reíamos. Al acariciarle las manos vi las marcas moradas en sus brazos. Se le desdibujó la sonrisa y, compulsiva, se levantó comenzando a dar giros como un bailarín sufí hasta que aterrizó en el suelo junto a un montón de discos. Eligió uno. La canción se llamaba Se dejaba llevar por ti. Hicimos el amor sobre la alfombra. Ella lloraba en silencio. Abrazada fuertemente a mí, con piernas y brazos, me imploró al oído: “Dime que me quieres aunque no nos conozcamos”. No fui capaz. Me sentí profanador de un abismo privado del que yo nunca formaría parte. Después, el silencio absoluto, sin mirarnos, hasta que me pidió que me fuera. Salí de su casa sabiendo que no volvería a verla, que el caballo de fuego helado se lo reservaba para ella. Aun así, ya en la calle, me giré con la esperanza vaga de que estuviera allí, en la ventana. Detrás de los cristales sólo quedaba la última luz de las velas.
En la capilla ardiente, instalada en el salón principal de la Sociedad General de Autores, le acompañan dos de sus guitarras más queridas. Pensé que Antonio Vega no era amigo de pompas, de despedidas, siquiera de encuentros: sólo su música, las letras que narraban nuestra vida y, al otro lado de la radio o poniendo sus discos, nosotros, sus cómplices desconocidos. En los pocos conciertos en que lo pude ver, siempre miraba hacia el suelo, cubriéndose la cara con el flequillo. Creo que intentaba hacerse invisible; supongo que sólo deseaba que transcendieran el vuelo de su poesía y los acordes exquisitos de su guitarra. Como ocurre con todos los grandes que se la juegan –no buscando un comodín sino los ases de la verdad–, supimos, a través de su infierno, más de nosotros mismos.

Libro: Solo se vive una vez, esplendor y ruina de la movida madrileña. José Luis Gallero Díaz. Ardora Ediciones.
Disco: No me iré mañana. Antonio Vega (Polygram, 1992).