Entre todas las ciudades a las que puso su nombre, ésta fue la que se lo apropió. Alejandro era excesivo, como la anchísima bahía que se abre a la tarde ante el ventanal de la cafetería del hotel Cecil. El puerto occidental. Un espacio luminoso, lleno de mar, barcas, personas, taxis y minivans atestadas. En el mapa no parece tan enorme.
Tenía previsto recorrer a pie el Cournish hasta el extremo oeste, para ver la ciudad desde el antiguo emplazamiento del faro, y luego desandarlo hasta encontrar la Biblioteca en la otra punta. Pero calculo que no me va a dar tiempo, a no ser que contrate un taxi y me mueva deprisa.
Algo me empuja a cubrir todos los hitos, como el estratega que, ante el mapa desplegado, clava sus banderitas para trazar la maniobra de conquista, y pienso que debí aprovechar mejor la mañana y no entretenerme tanto con el almuerzo por más que el hotel sea el de la novela de Durrell.
El pequeño general que llevo dentro dice: Vamos, ponles una cruz a los objetivos en el plano. Tienes que agotar la ciudad.
Salgo del Cecil, miro la tarde aún celeste y dudo.
Hay ciudades cuyos nombres invitan a soñar. Alejandría siempre ha sido una encrucijada en la geografía de mi imaginación. Bastaba con pronunciarla para iniciar un viaje sin cerrar los ojos. Y ahora, ¿qué pretendo hacer con ese sueño?
La terraza de una tetería me ayuda a cambiar de idea. Sha y shisha. Una mezcla a la que no sé resistirme. Las primeras caladas acallan al pequeño general, y comienzo a disfrutar del espeso aroma de manzana y el sabor amargo del té negro. El tráfico ya no parece tan ruidoso. Incluso interpreto algunas claves del dialecto egipcio de la circulación. Serie de pitadas muy cortas: déjame paso. Tres pitidos cortos: gracias. Dos pitidos cortos: de nada. Serie de pitadas largas: lo mismo que en mi tierra. Cada peatón que cruza la vía es un milagro.
Quienes pasan a mi lado no reparan en mí. Los vendedores de relojes, gafas de sol y calcetines se retiran apenas levanto la mano libre, sin mirarlos. Sé cómo manejan la pipa y soy capaz de imitarlos. Además, la familia de sajones colorados, a tres mesas de la mía, atrae todas las miradas. ¡Tanta carne roja al aire!, y quiénes serán esos padres que permiten a su hija adolescente fumar narguile en mitad de la calle.
Me he vuelto invisible y puedo dedicarme a observar la ciudad que pasa delante de mí.
Al otro lado de la calzada, la gente camina o se sienta en el paseo marítimo. Predomina el morado en las ropas y pañuelos de las mujeres. La moda no distingue mundos. Una chica (pantalón vaquero, jersey violeta, 20 años) se sienta en el pretil y apoya un pie en él. Lleva el pañuelo anudado de forma distinta, detrás, en la nuca, y le cuelgan los extremos como una coleta que la brisa ondea.
Las fachadas de los edificios cambian del blanco al bronce. Los destellos del agua dejan de cegar. La chica mira su móvil por tercera vez, da unos paseos cortos —cambia de sentido cada pocos pasos— y finalmente se marcha. Quién será el imbécil.
Al menos hoy me he librado de serlo yo. La ciudad sigue viva. Pronuncio su nombre, Alejandría, y siento un cosquilleo en la lengua.
Faltan 40 minutos para que salga el último tren. Pago la cuenta y echo una mirada a la línea de cobre que suelda el mar con el cielo en la bocana. Me voy contento. Y pensar que estuve a punto de matar un sueño.