Es Sábado de Carnaval en la Plaza de San Marcos. Aún quedan restos de la noche anterior, confetis y alguna botella vacía junto a los soportales del Museo Arqueológico. A pesar de todo, los encargados de la limpieza han hecho un buen trabajo y la ciudad se despereza remozada como meretriz de lujo. Los turistas comenzamos a desfilar sobre los puentes con la ansiedad de quien teme perderse un espectáculo, convencidos de haber pagado por ello. El agua chapotea contra los malecones y un tufillo a óxido se desprende de los hierros repintados. El fondo del canal es oscuro, no hay manera de descubrir qué parte de Venecia está sumergida.
A mediodía, desde el puente Rialto, Venecia es un decorado excelso con el sol interpretando el papel principal. Sobre los empedrados, los turistas avanzamos juntos formando canales que discurren lentos hacia la desembocadura. No es difícil tropezarse con alguno disfrazado con máscara y capa de raso de baratillo. Bajo el atuendo lo imagino gozando de un pasado muerto como el cólera de Thomas Mann.
Los disfraces auténticos se encuentran bajo la torre de la Basílica de San Marcos y en los aledaños del Palacio Ducal. Desperdigados aquí y allá descubro estatuas humanas coloristas que se contonean mientras decenas de falsees se disputan el mejor encuadre. Ueden pasarse horas allí, nadie sabe quiénes son, ni si les pagan su paciencia. Me parecen tristes, abandonados a perpetuarse en sus rostros impersonales de pureza plástica. Me asomo al orificio de los ojos sin lograr atrapar el gesto; lo impide la malla tupida que cubre hasta el mínimo hueco de su piel.
Venecia es una ciudad disfrazada por su pasado, condenada a desaparecer por siempre y reflotada por siempre del olvido. Con la belleza imperturbable de los embalsamados. Pasear por sus calles es como moverse por un cuadro renacentista, sin la posibilidad de un cambio que desfigure su decadencia.