La luna naranja, oronda sobre el borde del mar, que encuentras por sorpresa una noche de verano, es un fenómeno hermoso e inquietante. “¿Cómo está tan cerca de la Tierra?”, preguntas, y no falta alguien que conteste: “es un efecto óptico, está a la misma distancia que cuando la ves pequeñita en lo alto del cielo. Compruébalo con una regla”.
Como no llevas regla, sacas una llave del bolsillo, estiras el brazo y mides el ancho: dos dientes.
Aunque te han chafado la noche, agradeces el conocimiento. De vez en cuando viene bien recordar que tus sentidos te engañan y, conforme lo piensas, recuperas esa tranquilidad de laboratorio que se siente al vivir en un mundo ordenado.
Sin embargo, la sensación de tranquilidad te pone en guardia. El conocimiento científico es estupendo, sin duda, pero tiene un lado pernicioso; trata a todas las cosas como objetos y no admite la subjetividad (ni, por lo tanto, al sujeto). La Luna mide lo mismo que siempre, de acuerdo, pero esa noche un deportista de chiringuito podría decir que se ha operado la teta, un turista de grandes superficies la vería grande como una ensaladera de Ikea y un cursi quizá la describiría como el ojo ciclópeo de la noche.
Escribir es trabajar la subjetividad. La riqueza de matices con la que distintas personas podrían asistir al espectáculo de la luna de San Juan no tiene límites. El tamaño de la Luna sí: dos dientes. El ejercicio de construir (y respetar a) personajes muy diferentes te obliga a salir de ese ombligo al que llamamos “mi forma de ver las cosas” que, por otra parte, no diferirá de la versión oficial mientras no te permitas imaginar otras maneras de leer la realidad. Que le pregunten a Galileo.
Aunque no llegues a ser un gran escritor, la capacidad de manejar diversos puntos de vista y de comprender que ante un mismo suceso caben múltiples lecturas diferentes, te permitirá ser mejor persona.
Así que, tras pensar en esto, vuelves a mirar la Luna y te prometes trabajar con método en adelante. Cada noche que esté llena estirarás el brazo todo lo que da de sí y alzarás una llave para medirla, asegurándote de usar una distinta en cada ocasión. Para no hundir demasiado los pies en la Tierra.

 

Los pies en la luna - Rafael Caumel