Hace años disfruté de lo lindo con Viaje al centro de la Fábula, de Augusto Monterroso. En una de sus sorprendentes páginas el escritor afirmaba: “Soy mal lector de novelas, prefiero el ensayo, la biografía… Diarios como los de Pepys o Bloy o crónicas de viaje como New York de Brendan Behan son la máxima felicidad”. Anoté en el borde de un periódico el título y el nombre del autor, desconocidos por mí. El mismo día perdí el apunte y olvidé la sugerencia de Monterroso. Mucho tiempo después, casualmente en otro periódico, leí una crítica entusiasta de Mi Nueva York escrita por Enrique Vila-Matas. Esa vez atesoré el nombre de Behan y no paré hasta encontrar su libro.
Mi Nueva York es una delicia para cualquier lector. No sólo por las opiniones heterodoxas e incisivas de Behan –un irlandés pendenciero, inquilino de varias cárceles, perteneciente al IRA en su juventud, pintor de brocha gorda, bebedor y magnífico escritor– sobre aquella espectacular ciudad de ciudades (“soy un alcohólico con problemas de escritura”, decía de sí mismo) sino por las hilarantes anécdotas que suma en su texto junto al fresco inestimable de personajes atrayentes, sean prostitutas, taxistas, camareros, corredores de apuestas, rabinos, cantantes de baladas que consuelan a perdedores en las madrugadas de Brooklyn o Manhattan, poetas chiflados o jueces de distrito. E impagable también el catálogo de garitos y otras barras de bar con aires viciados –de los buenos, digamos– en los que Behan compartió con otros escritores y artistas, o con quien se le acercara, el sinfín de Jack Daniel’s que achicharró sus entrañas a los 40 años.
Mi Nueva York es todavía más. Un aprendiz de escritor puede obtener del texto de Behan una magistral muestra de cómo relatar mediante la “asociación de ideas”, saltando de una a otra historia sin fracturar la unidad del ritmo, tan dinámico como fascinante durante todo el libro.