Hay una ciudad europea en la que, cada atardecer, atracan en los muelles barcas de pesca que transforman sus cubiertas en cocinas y cuyos marineros despliegan, sobre la plataforma donde han amarrado, un conjunto de mesas y sillas bien alineadas. Es imposible comer un pescado más fresco. En esta Europa de piscifactorías, congelación y análisis bacteriológicos todavía existe un lugar así.
Habrá quien diga que Estambul está en nuestro continente sólo de puntillas, que aquello es Asia (queda más cerca de lo que yo pensaba). Y no le faltará razón, porque Europa es el único continente limitado de forma artificial.
Entendiendo por literatura una forma de acercamiento al ser humano, la capacidad de manifestar la extrañeza del mundo y una invitación a imaginar, no conozco una ciudad más literaria que Estambul. Pasear por ella, tratar de habitarla, es una de las experiencias más vivificantes que pueda permitirse un europeo adocenado como yo.
Tal vez las siguientes anécdotas sirvan para ilustrar esta percepción:
Una. Junto al Bazar de las Especias, por las mañanas, encuentras a unos ancianos con gorrito de lana que exponen a los transeúntes su mercancía: garrafas de 10 litros llenas de sanguijuelas. Aunque los observo durante un buen rato, no veo cuál pueda ser su clientela. Lo más lógico es pensar en los pescadores que abarrotan las dos aceras del puente Galata, desde donde arrojan sus anzuelos al Bósforo. Pero, por más que al bisabuelo de Saladino ya le pareciese una práctica salvaje sangrar a los enfermos, no puedo evitar que se me escape alguno de los fantasmas medievales de mi equipaje cultural. Quizá esos gusanos tengan el poder desatascador del sidol y sirvan como tratamiento eficaz contra las varices. Me quedo absorto mirando cómo escalan las paredes interiores de la garrafa, la forma que tienen de arquearse y usar como ventosa cada uno de sus dos extremos. Jamás pensé que esos bichos tuviesen tanta movilidad. Por supuesto, confirmo que el tapón está bien roscado.
Dos. Cada noche acudo a una tetería que hay cerca del Gran Bazar. Aunque se asoman algunos turistas, es un lugar frecuentado por autóctonos. Las estanterías están llenas de pipas de agua. Cada cliente habitual tiene la suya en depósito. Los mozos mantienen el fuego, vigilan las pipas, limpian las pavesas, reponen brasas. Antes de poder percibir que tira menos, ya han revisado tu pipa. Cada noche, después de tomar un par de tés, entro en los lavabos del establecimiento. Sobre cada urinario hay una taza de plástico azul. Me demoro por ver si algún cliente la usa. Después de ocho noches sigo sin saber cómo la utilizan, y no logro imaginarlo.
Tres. Entro en uno de los mejores baños. Un señor, que tiene más de mastodonte que de hombre, me aplasta contra un podio de mármol en la zona de vapor. Mis vértebras crujen. A continuación, sobre una tarima, me lava con agua caliente y muchísima espuma, como nunca lo hizo mi madre.
Cuatro. El café turco no se filtra. Si se te ocurre hundir la cucharilla, ya puedes olvidarte de él. Hay que echar el azucarillo y removerlo lenta y superficialmente. Porque existen otras maneras de hacer las cosas.
Cinco. De niño era un gesto habitual caminar junto a un amigo cogidos del hombro. El contacto físico no era patrimonio exclusivo de la mujer. Ahora, en el actual marco europeo de vigilancia sexual histérica, no me atrevería. Por las calles de Estambul puedes ver a hombres que conversan mientras dan un paseo cogidos del brazo o del hombro.
Son sólo cinco ejemplos. La ciudad de 20 millones de habitantes, de Santa Sofía, la Mezquita Azul y Topkapi se la dejo a mi compañero Pedro, cuyo estilo le facilita la visión panorámica. Yo sigo perdido en las pequeñas cosas, con el deseo de volver a una de aquellas calles estrechas con mesas a ambos lados, para sentarme en una de ellas ante un tablero de backgammon y un bote lleno de margaritas.