No son sólo adolescentes y veinteañeros quienes dedican más de 4 horas al día a rezar las cuatro esquinitas: messenger, youtube, minijuegos y facebook. La actividad que despliegan ante el monitor es frenética. Su vista salta de una ventana a otra, responden mensajes o comentan una foto a la velocidad del rayo. Es un mundo virtual en continuo movimiento. El principio que este medio impone es el de la dispersión.
Un texto sin faltas de ortografía sería esperar demasiado en esas condiciones, menos aún cuando, de cada dos palabras, una tiene que ser “jajaja” por exigencias del acuerdo tácito yo-te-río-tus-tonterías- y-tú-a-mí-las-mías.
En el posicionamiento opuesto a esta dispersión e inmediatez, la escritura exige concentración, para perfilar una idea, y dedicación, para expresarla correctamente. Joseph Joubert escribió que una falta, en moral, es un atenuante, pero cuando se trata de literatura es fatal. Averiguar qué paternalismo se le está reclamando al lector de un texto lleno de incorrecciones lo dejo para mi vecino psicoanalista.
Cuando un lector tropieza con una falta, queda desconcertado: la ficción se rompe. Esa es la fatalidad. Si, como recompensa a su esfuerzo de retomar la historia, le castigamos con otra falta (traspasando el margen de presunción de inocencia que llamamos errata), ya podemos olvidarnos del lector. Se marchó.
Cometer faltas de ortografía propias de facebook o puntuar como quien echa sal a un tomate picado son incorrecciones comunes. La cantidad de textos descuidados que se envían a editoriales y concursos es inquietante. E incluyamos también todas las autopublicaciones que están embarrando esta posibilidad de difusión (legítima, en principio).
Es imprescindible tener un diccionario y un manual de sintaxis a mano cuando revisamos nuestros textos, no por obligación de cumplir con las normas fijadas por la RAE, sino por respeto a nuestro relato. Por respeto al lector.