Para llegar a la cresta del cerro de Eyüp, uno de los barrios más sagrados de Estambul, atravieso el viejo cementerio que cubre la ladera hasta el Cuerno de Oro. Allí encuentro un inspirado café con inmejorables vistas de la ciudad. A la sombra de una arboleda se intercalan mesitas de madera vieja que habrán sido testigos de declaraciones de amor, tertulias templadas, partidas de backgammon, arriesgados negocios, propuestas inconfesables o alguna mano subterránea.
Así lo disfrutó Pierre Loti, un novelista francés del siglo XIX que se inspiró en este café para escribir varias de sus novelas románticas. Como es natural, el lugar se llama ahora “Café Pierre Loti” y en su interior se encuentra una tienda de souvenirs donde es posible adquirir algunas de sus novelas (también en castellano). Después de hojear Aziyadé en busca de alguna descripción fetiche que autentifique el lugar, me siento en una de las mesas junto a la barandilla y vuelvo a hipnotizarme con la silueta de la ciudad. Es casi medio día y hay demasiada luz, pero el azul dorado sigue siendo nítido. Los minaretes de las mezquitas se alinean en un desfile de espadas al aire, tan diferente de los rascacielos que asoman por la izquierda.
—¿Té turco o coca-cola? —pregunta el camarero resumiendo la carta.

¿Té turco o coca-cola?

Estambul es una ciudad con dos horizontes: uno pasado y otro actual, mira a Oriente y tiene un pie en Europa. Una ciudad que, a pesar de su esfuerzo por occidentalizarse, siente nostalgia del pasado otomano, aunque la revolución de Ataturk se empeñase en enterrarlo.
La arquitectura moderna que se alinea junto a las orillas del Bósforo contrasta con los barrios de callejones angostos de los alrededores de la mezquita de Suleymaniye donde se comercia al más puro estilo asiático y puedes encontrar desde una tela de sari hasta el último modelo de iPhone. Oriente y Occidente sobre un mismo tapete, con desigual abanico de naipes; los turistas a un lado, seducidos por el comercio barato y excéntrico, mientras el pescador local, vestido con ropas sin color, permanece en su puesto sobre el Gálata, indiferente a la invasión diaria de su territorio pero alerta a la mínima tensión de su caña.
El novelista Orhan Pamuk escribió: ¿acaso el misterio de Estambul consiste en la pobreza que se vive junto a la Historia insigne, en que continúe en secreto su vida de comunidad y barrio cerrada sobre sí misma a pesar de estar totalmente abierta a influencias externas, en que tras sus bellezas monumentales volcadas al exterior la vida cotidiana se base en unas relaciones frágiles y desvencijadas?
En el centro de esa dualidad se agita el Bósforo, cuyas intranquilas aguas separan los continentes, y el oleaje provocado por el tráfico de transbordadores, cargueros griegos, petroleros rusos, cruceros europeos y remolcadores es metáfora de una ciudad siempre en movimiento, a caballo entre varias culturas. Aquí nada está terminado, cualquier cambio es posible. A pesar de su historia riquísima y milenaria, aún se puede escribir sobre su perfil puntiagudo.