El ganador del IV Concurso de Microrrelatos Paréntesis recogió el premio de 2000 € y diploma acreditativo en un acto celebrado en la sede de Paréntesis el pasado 29 de enero. Tomás Onaindía, además de traductor, es autor de las novelas Seguro está el infierno y No disparen contra la sirena, ambas coescritas con José Manuel Peláez y publicadas la primera en Caracas y la segunda en Barcelona. También ha publicado dos novelas juveniles: Los ojos del miedo en la editorial Everest y Amo perdido en Ed. B. Entre otros autores ha traducido a Flaubert, Descartes y Marx para la editorial Edaf. En la entrega del premio intervinieron Antonio Almansa y Jorge Rosa (dos de los miembros del jurado) y Rafael Caumel, director de Paréntesis. Durante el acto, Tomás ofreció a los asistentes las siguientes palabras:

Cuando les dije a algunos amigos que había ganado este premio comentaron: “No podía ser de otra forma, con tus silencios y concisión”. Es verdad, tiendo a la síntesis absoluta y mis corresponsales se burlan de la brevedad de mis correos electrónicos.
El texto ganador, La espera, partió de una imagen. Hay varias formas de enfocar los microrrelatos. A mí me funciona bien construirlos a partir de una imagen. Creo que en el microrrelato las imágenes se prestan a dejar abiertas todas las posibilidades. Hay uno que tengo por aquí, que lo uso a menudo como ejemplo, de un autor argentino, poeta y narrador, que lleva muchos años viviendo en España. El cuento se llama Génova, el autor es Carlos Vitale y dice así:

Los operarios lavaban los trenes como a grandes paquidermos en reposo.

Es una imagen que, si no en vivo, todos hemos visto en la televisión. Pero a nadie más se le ocurrió tomarla; él lo hace y, en once palabras, deja abiertas tantas posibilidades…
Confío en que algo así también suceda con La espera. Aunque tengo clarísimo que un jurado formado por otras personas podría haber descartado mi cuento y declarar ganador a otro. Presentarse a un concurso y no ganarlo, que es lo que sucede casi siempre, no tiene nada de particular. Si has hecho lo mejor que has podido, debes seguir intentándolo. En este caso, tratándose de un concurso de microrrelatos, que se pidiesen tres textos por autor me pareció una forma inteligente de distinguir entre la ocurrencia casual y un trabajo un poco más sólido.
Siempre pienso en los microrrelatos como si fuesen telegramas. La costumbre de enviar telegramas se ha perdido, no sé si por suerte o por desgracia, pero los que vivimos la época de los telegramas —que aquí no somos tantos—, los recordamos bien. En los años 60, cuando yo empecé a tener conciencia del mundo, comprendí que siempre que llegaba un telegrama a casa iba a recibir una muy buena noticia o bien una noticia espantosa. En cualquier caso, siempre te conmovían y te obligaban a reflexionar. Esas pocas palabras del telegrama, que te habían dado una noticia favorable o trágica —lo más seguro—, se quedaban ahí como un recuerdo que perdura siempre: lo que estabas haciendo en el momento de llegar el mensaje, con quién estabas, cómo estabas vestido, a qué hora del día o de la noche.
Un microrrelato tiene que ser así, como un puñetazo que te deje suspendido y maravillado, que nunca lo olvides, que quede latente de forma que, cuando se repita la situación, cuando vuelvas a ver una imagen o a leer unas palabras, reaparezca en tu memoria.
Jean Cocteau decía que el nombre de Marlene Dietrich empezaba como una caricia y terminaba como un latigazo. En el caso de los microrrelatos, está el efecto de empezar con una cierta pausa y, por un giro de la situación planteada y, desde luego, por las palabras elegidas, el final debe dejar al lector conmocionado, trastornado. Porque el buen microrrelato se va al extremo opuesto de donde había empezado sin caer nunca en la arbitrariedad ni en el chiste fácil.
En mi experiencia como traductor he aprendido mucho acerca del ego de los escritores, que es un defecto que no se puede esquivar y uno mismo debe intentar superarlo. He traducido novelas de autores vivos a los que podías consultarles dudas e incluso señalar errores. Una vez traduje una novela sobre Leonardo da Vinci, una obra que tiene muchísimos méritos, pero en la que la autora cometió un error: puso a Leonardo a comer patatas y a tomar café cuando en Europa las patatas no se conocían y el café sólo de referencias. Le dije: “esto es un anacronismo, nos lo van a señalar”. Pues bien, esta autora aceptó quitar las patatas, pero ahí sigue Leonardo tomándose su cafetito después de comer.
Hay una dificultad cuando le sugieres a un autor que haga algún cambio (cambio que está pensado para mejorar su texto). En esto la diferencia entre el autor español y latinoamericano con el autor estadounidense o inglés es considerable. Aquí tendemos a considerar los textos como una parte indivisible de nosotros y, desde luego, como una obra perfecta que no puede ser ni tocada ni mucho menos corregida por nadie. En eso los norteamericanos e ingleses son más inteligentes y, desde luego, más pragmáticos.
Traducir es un ejercicio que a mí me gusta casi tanto como escribir, porque te lleva a entender mucho mejor todos estos mecanismos, te obliga a alcanzar un nivel de exigencia, a buscar lo que Joubert llamaba la dificultad adquirida, no considerar nunca lo que tienes como la versión definitiva, sobre todo en el microrrelato, al que yo comparo con la poesía: o es perfecta o no es.
Tengo la sensación de que en la novela y el teatro es más fácil tolerar la imperfección. En el microrrelato y en la poesía eso no es posible: o funciona como un mecanismo donde todo encaja o es un fracaso. Para Ana María Shua, una escritora argentina, estos textos tienen que morderte o, si no, lo mejor que puedes hacer es tirarlos a la papelera.
El microrrelato tuvo un evidente auge en los 70 y 80. En los 90, por alguna razón, se habló menos de él y, a partir del año 2000 ha resurgido, creo que para quedarse definitivamente. Se adapta bien a los medios que tenemos ahora: Internet, móviles, twiter. También guarda un paralelismo con nuestra vida, que está mucho más fragmentada que antes; todo es más efímero, desde los contratos laborales hasta las relaciones personales. Todo se vuelve tan breve como los microrrelatos. Tal vez por eso se escriben y se leen tanto. Y se están publicando infinidad de libros, cosa que antes era impensable.
Desde La Odisea o el Quijote cada vez se ha ido sintetizando más lo que escribimos. No sé si los microrrelatos son la última estación. Me pregunto si no serán la última parada antes del silencio.