Mi madre sólo escuchaba la radio para estar de acuerdo o en desacuerdo con ella. Todo lo que oía le servía para pelearse o congraciarse con la realidad. No tenía términos medios. Por eso en casa no se escuchaba nunca música clásica, porque es muy difícil estar a favor o en contra de lo que dice la música clásica. En cambio, la volvían loca los boleros, a cuyos protagonistas zahería sin piedad por enamorarse de quienes no les convenían. Eso era lo que le pasaba a ella, que se había enamorado de mi padre, a quien unos días adoraba y otros detestaba. Mi padre nunca supo por qué le quería o le odiaba, indistintamente, pero como la experiencia le fue enseñando que todo cuanto decía podía ser empleado en su contra, fue hablando cada día menos. Pasó los últimos años sin decir nada, pero hasta el silencio le servía a mi madre para pelearse con él:
—Sí, sí, tú no digas nada, pero yo sé muy bien lo que estás pensando y ya te digo que es un disparate.
A veces, sin embargo, utilizaba el silencio de mi padre para darse la razón a sí misma.
—Entiendo, puesto que el que calla otorga, que estás de acuerdo en que este año veraneemos en la sierra.
Cuando llegó la televisión, mantuvo con ella la misma relación que con la radio, sólo que ahora a los argumentos verbales añadía los visuales.
—Pero mírale, si es un idiota. Dice cosas inteligentes para despistar, pero a mí no me engaña, porque la cara es el espejo del alma.
Mi padre aprendió a mirar la televisión con una neutralidad que le ponía a uno los pelos de punta. Parecía que estaba viendo otra cosa, invisible para el resto de los mortales.
—¿Pero tú ves lo mismo que yo? —le preguntaba mi madre.
Y él no respondía. Jamás respondió. Yo comía una vez a la semana con ellos y me asombraba ante la impenetrabilidad de mi progenitor, que me parecía admirable. Su proceso de indiferencia llegó al punto de dejar de fumar, de abandonar el cigarrillo, que en los últimos años había sido el único objeto real al que se asía con alguna desesperación. Mi madre, que se había pasado la vida reprochándole que fumara, le criticaba ahora por no fumar. Es más, ella, que detestaba el tabaco, se aficionó al Marlboro, y le echaba el humo en la cara, para tentarle. Yo creo que mi padre ya no fumaba por pereza; que ya no hablaba por pereza; que no se movía del sofá por pereza. De todos modos, como en esto de fallecer la biología acaba haciéndote el trabajo, un día, después de comer, se puso a agonizar sin estrépito de ninguna clase. Mi madre le preguntó si se encontraba mal y él, por toda respuesta, expiró.
—A mí no me engañas —le dijo mi madre—. Sé perfectamente que te has muerto.