Un ingenuo error que pueden cometer algunos jóvenes escritores, fervientes devotos de Charles Bukowski, es el de creer que bebiéndose una docena de latas de cerveza y arrastrando su figura calculadamente desaliñada por las barras de bares en penumbra hasta encontrar a la camarera –también ingenua– sobre la que descargar versos llenos de ira contra los rancios papás y la sociedad de consumo, el componente más laborioso del arte ya está bajo su control y acude a la mente del artista bebedor tras una leve señal de sus párpados soñolientos o de un latido arrítmico de su corazón sufriente. El resto es aún más fácil: si su profesor de literatura le avisa de un adjetivo inútil o le sugiere un punto y coma, en vez de una coma, el joven escritor sentenciará que el profesor no comprende el sentido o la profundidad del mensaje y que tal punto y coma trastorna el alcance cósmico de su obra; si, por otra parte, el incipiente escritor envía su manuscrito a una editorial y le es rechazado, su veredicto –posiblemente ante la misma camarera– sea que dicha editorial está hundida entre las heces de publicaciones comerciales y no admite más que abominables best-sellers. Y de madrugada, al dar cuenta del penúltimo trago, quizá se identifique con Baudelaire o Hemingway cuando recuerde que también a ellos les devolvieron sus primeros cuentos, novelas o poemas.

Bukowski contribuyó a extender la caricatura de sí mismo

Bukowski contribuyó en gran medida a extender la caricatura de sí mismo: pendenciero, borracho, mujeriego… Fue todo eso, pero no únicamente. Y que lo fuese en nada empañó la inmensa capacidad para asombrar con sus poemas –narrativos en su gran mayoría– que parten de elementos mínimos, reconocibles y cotidianos, para convertirlos, como si nada, en contraseñas universales (“He creado la imagen de eterno borracho en alguna parte de mi obra y hay una realidad menor tras ello. Sin embargo, creo que mi obra ha dicho otras cosas”). Su amplio conocimiento de la literatura americana y, sobre todo, de la europea, le permitió elogiar o rechazar a Proust, Shakespeare, Hamsun, Tolstoi, Artaud, Faulkner, Ginsberg o Sinclair Lewis, entre muchos otros, asumiendo como referentes magistrales a Celine, Turguéniev…, de los que no tuvo noticias en las casas de putas sino en las bibliotecas públicas de Los Ángeles donde pasó casi todas sus mañanas buscando, cotejando, midiéndose hasta encontrar un estilo propio. A su educación literaria añadió una irresistible pasión por la música clásica; escribía durante la noche teniendo a mano unas cuantas cervezas, sí, pero también sin que por nada del mundo le faltasen Mozart, Bach, Stravinski, Mahler o Beethoven, a cuyos ídolos dedicaba al menos media docena de horas por día.
Al joven incondicional de Bukowski pueden sorprenderle (en vez de investigar los entresijos de la aparente “facilidad” de su escritura o preguntarse por su extensa producción) los anecdóticos videos que circulan por Youtube. En uno de ellos Bukowski patea a su joven amante de turno por llevarle la contraria; en otro, aún más extravagante, siquiera puede balbucear después de ingerir un par de botellas de vino blanco durante el coloquio organizado por el prestigioso programa Apostrophes de la televisión francesa, en el que a pesar de los esfuerzos del paciente periodista Bernard Pivot por reconducir la situación, Bukowski prefirió murmurar conjeturas acerca de los muslos de la contertulia que tenía enfrente.
Otro de los mitos elogiados con ímpetu inmaduro es el que pretende dar cuenta del hallazgo de John Fante, a partir del cual le consideraría uno de sus maestros. La leyenda sitúa a Bukowski regresando a su cuartucho alquilado, después de una noche de farra empapada en güisqui; en algún punto del trayecto husmeó en un contenedor de basura donde no encontró comida, pero sí un libro ajado que resultó ser Pregúntale al polvo. Pues bien, esta invención desvirtúa los hechos reales. El encuentro con la literatura de Fante sorprendió a Bukowski cuando estaba trabajando –buscando, leyendo, anotando– en la biblioteca pública de su barrio. Lo cuenta en una pieza conmovedora, Conocí al maestro, incluida en el libro que reseñamos: léanla ustedes.
En el mismo libro hallarán una sorpresa tras otra: desde Difícil sin música, donde narra su necesidad de ella, hasta las célebres notas en Escritos de un viejo indecente, pasando por ¿ensayos? sobre Artaud o Ginsberg; apreciaciones sobre el Estilo en la escritura en William Wantling o cómo Escoger caballos para apostar. Una lectura que hará las delicias de sus seguidores y de cualquier interesado en la literatura, que deja sin aliento, divierte y advierte, y obliga a recomponer cabalmente la figura del inmenso escritor que entregó su vida al trabajo de hacer convivir a las palabras de forma diferente. Siquiera cuando tardíamente disfrutó de casa con jacuzzi, césped, piscina, un Macintosh donde escribir y Mercedes Benz para ir al hipódromo, dejó de ser el noqueador incorrupto que nos aplasta los sesos contra la lona de la realidad cuando, en nuestros poemas o cuentos, tratamos de escondernos detrás de florituras anodinas.
A los escépticos (sigue siendo el autor americano más leído en el mundo) que aducen: «Sólo fue un borracho ocurrente» o «Es fácil escribir como él», habría que espetarles, recurriendo al diccionario maldito del autor injuriado: ¡Y una mierda! Y proponerles: ¡Trata de hacerlo tú si puedes!
A mi entender, la mayor lección que da Bukowski en este libro de artículos, hasta ahora dispersos, es que, si bien para solaz de sus partidarios no hay que dejar de intentar ligar con la camarera que se ponga a tiro ni de beber todo el güisqui que apetezca, los que deseen ser escritores deben instruirse y teclear en su PC hasta que las yemas de los dedos revienten.