Durante tres años enganché candados en los parapetos de los puentes de media Europa hasta lograr descerrajar el de Luci. El primero fue en el Ponte Vecchio de Florencia, durante la semana santa de 2006. Aunque el grupo de amigos habíamos organizado un viaje a Roma (nunca olvidaré la emoción de ella al contemplar los frescos de la Capilla Sixtina mientras los vigilantes chistaban a los turistas, y mi deseo de subirle la falda, metérsela allí mismo y auparla repetidamente con todas mis fuerzas para que ella también pudiese tocar con el dedo índice la gloria de Dios), incluimos en el paquete una visita a la capital de la Toscana. Fue en esta última ciudad donde nos cogimos por primera vez de la mano. Paseamos solos aquella tarde. Cuando cruzamos el puente, en el mirador central, me fijé en los racimos de candados prendidos de la verja que rodea el busto de Benvenuto Cellini. No tardé en imaginar la ceremonia y le dije a ella que me esperase un momento. Antes de 10 minutos ya había vuelto con un candado y una navajilla suiza con la que grabar nuestros nombres en él. Pasé el gancho por uno de los travesaños de la verja y lo cerré. Nos miramos a los ojos a la vez que arrojamos las dos copias de las llaves al Arno. Acarició una de mis mejillas; pude sentir a través de su tacto lo conmovida que estaba. Se me empalmó. Me atreví a besarla. Le recordé que aquella era la última noche del viaje. Pensé con rapidez: no me costaría nada convencer a Juan de que se fuese al cuarto de otros compañeros, podía llevarse la cama supletoria de la triple que compartía ella con sus amigas. Así que me atreví a pedirle a Luci que se acostase conmigo. Me dio un bofetón y se largó.
Recuerdo que me agarré a la baranda y, aunque el aire era demasiado fresco, pensé en lanzarme al Arno para recuperar las llaves. Estaba convencido de que había perdido mi lucidez anterior. Miré el candado, le di una patada a la verja y me marché en la dirección opuesta a la de ella.
Más tarde comprendí que fue una suerte no haberlo podido quitar, porque tras la cena vino la reconciliación y volvimos al puente. Yo estaba aprendiendo a tener paciencia, así que me limité a coger su mano mientras la veía contemplar en la penumbra aquel trozo de verja pellizcada. El viento era helador. Notaba sus tiritones. Yo también sufrí algún escalofrío. Luci estiró la mano libre para tocar el cierre con el dedo índice. Parecía un Caravaggio, tenía en la cara la misma incredulidad que Santo Tomás. Me emocioné. Y no se me levantó.
Tres meses más tarde repetimos el gesto sobre el Sena (el guantazo no), en el Puente de las Tullerías. Puse su nombre, el mío y la fecha dentro de un corazón. Utilicé para ello pincel, pintura verde y un candado más grande. Hubiese resultado una ceremonia perfecta de no ser porque cada dos minutos se agachaba algún magrebí junto a nosotros y trataba de convencernos de que se nos había caído una gruesa alianza de oro. Yo, que presumía de pillar un timo al vuelo, no piqué, pero la insistencia deslució mucho la ceremonia. Sin embargo, esa noche Luci me abrió sus piernas.

Aquel polvo fue como tirarse a una muerta

Ahora sé que aquel polvo fue como tirarse a una muerta, pero en aquel momento me pareció más que suficiente que ella sólo se tumbara y me dejase hacer. Tras unos quince minutos intentando darle placer, entendí que se esforzaba en soportar las molestias. La única frase que dijo cuando me aparté fue que le hacía daño el preservativo. Aunque cada uno pasó en su cuarto las restantes noches, ella estaba más cariñosa y atenta conmigo, y yo estaba decidido a mostrar toda la paciencia que ella necesitase. Me sentía enamorado y no comprendí lo que me pasaba hasta mucho después: en realidad, me obsesionaba la idea de procurarle un orgasmo, y a ese objetivo me dediqué durante los siguientes meses. El del viaje a París fue el primero de los encuentros íntimos que, de regreso y a razón de uno a la semana, se caracterizaron por proporcionarme la dosis exacta de insatisfacción que me fue atando cada vez más a ella.
Con cada candado, nuestra relación iba mejorando. El del Támesis lo hicimos por teléfono. Yo había ido a Londres por trabajo. Le conté el proceso con tanto detalle que Luci me confesó haberlo vivido como si hubiese estado presente. Lloré, emocionado por lo emocionada que estaba ella. “Eres el hombre más bueno de la Tierra”, me dijo, y yo me sentí el hombre más bueno.
A mi regreso de Inglaterra, estuvo más relajada en la cama, por fin había abandonado el rigor mortis de los encuentros anteriores. Yo la estimulaba con el dedo corazón, oí su respiración profunda y unos minutos después sentí que se estremecía. No fue hasta dos días más tarde cuando le pregunté qué había notado. Ella se limitó a sonreír y me dio un beso.
Luego vinieron el Manzanares, el Tajo, nuestro matrimonio, el Danubio. Llevábamos cinco meses casados y me propuso tener un hijo. Yo dudé, pensaba que era mala idea tenerlo tan pronto, pero no supe negarme. Lo presenté ante ella y ante todos como la segunda gran prueba de amor, después de la de acceder a casarnos, en lugar de reconocer mi falta de carácter. Lo sorprendente es que aquella misma noche fue ella quien me reclamó; se mostró activa, llena de deseo. Por primera vez la penetré sin tener que luchar por abrirme paso, sin quejas ahogadas, sin preservativo. Me sentía intimidado y no pude disfrutar de su disposición. Cuando me separé de ella vino el gesto que inició nuestro distanciamiento. Estaba tumbada bocarriba y levantó las dos piernas hasta dejarlas muy rectas. Se ayudaba con las manos en las corvas para sostenerlas. Parecía concentrada en esa postura, en contar el tiempo que debía permanecer así. Estuve unos minutos tumbado junto a ella, mirando aquellos dos mástiles. Eran como los de un barco que la alejaba de mí. Un barco pirata. Me levanté y fui al cuarto de baño.
Lo demás vino rodado. Ella se ha quedado con casa e hijo y mi situación económica no me permite viajar. Recientemente he descubierto de dónde surge la historia de los candados; hay un escritor italiano, Federico Moccia, que en alguna de sus novelitas (no sé si en “Perdona que te llame amor” o en “Perdona pero quiero casarme contigo”) utilizó esta liturgia de los ríos y las llaves. He visitado su web y me he acordado de sus muertos y los míos. Si pudiese, volvería a cada puente para exorcizarlo, pero tendré que conformarme con romper el que puse en mi ciudad, sobre el río de la peste. En esa ocasión escribí su nombre completo con un rotulador indeleble; no le gustó. Una segueta o un cortafrío será la nueva compra en la ferretería. Aunque creo que nada puede ya restablecerme de esta sensación que tengo de no ser más que un gilipollas.