Un condenado a muerte se ha escapado; y ese será el final de la película. No sólo lo desvela en el título, sino que además el director, Bresson, confiesa en los créditos iniciales que lo que cuenta es real y lo presenta como es: “sin ornamentos”. Postura radical contra todo espectador ansioso de giros espectaculares o agónicos finales sorpresa. La película funciona sin adornos ni engaños. Es un cine sin trucos pero también sin concesiones.

Cine sin trucos ni concesiones

Un hombre, una celda, un objetivo: escapar. Fontaine, el preso, es un espía que lucha contra la ocupación nazi. Ha sido condenado a muerte, pero no se resigna. Tratará de escapar. La historia es sencilla: traza un plan desde su celda y lo desarrollará minuciosamente. Paciente y metódico, pondrá a disposición de ese objetivo todos sus sentidos. Tal es el empeño con el que planea su fuga, que el espectador se siente irremediablemente identificado con su firme deseo de libertad. No tiene más que su discurso interior, y es todo lo que necesitamos. La voz en off calmada y desapasionada de Fontaine –como quien lee un diario– nos describe el plan, con sus dificultades e incluso las dudas que le asaltan a propósito de su compañero temporal de celda. Su voz y las imágenes, sin vistosos efectos especiales, componen una de las mejores películas sobre cárceles realizadas en la historia del cine.
Un condenado… es el segundo filme de la célebre trilogía de Bresson dedicada a la soledad. El director, para realizar esta obra maestra, venció con éxito cualquier tentación: le habría sido sencillo caer en el juicio político del bando opresor; le habría resultado seductor mostrar una muerte, una lágrima, unos ojos sufriendo –al fin y al cabo se trata de una prisión alemana durante la Segunda Guerra Mundial–, ¿qué otra cosa además de angustia podrían experimentar allí los condenados? Pero Bresson, en un ejercicio portentoso de continencia, omite todo lo accesorio. Se centra en la escena que filma y en los personajes, en el instante que vive el protagonista. Cuando lo más importante del mundo es mantener la cuchara afilada, conseguir una astilla de madera, intercambiar cuatro palabras con otros reclusos o que los pies no hagan ruido al pisar la grava.
Bresson nos convierte en el hombre que va a ser ejecutado. El preso no sabe cuándo; puede ser muy pronto. Nos obliga a que sintamos lo que el condenado es capaz de intuir en su celda. Elude la mirada de los muertos en el paredón, pero nos permite oír las intimidantes ráfagas de disparos que llegan a oídos del protagonista. No se recrea en la tortura a la que es sometido cuando llega a prisión, pero la camisa de Fontaine permanecerá todo el tiempo manchada de sangre. Bresson no rueda cómo el prisionero abate al centinela; vemos su cuerpo en el suelo. Siquiera nos permite observar la cara de sus guardianes: los nazis están ahí, oímos sus voces, sentimos el peso amenazante de sus botas… Evita los planos generales de la celda para centrarse en los escasos y elocuentes gestos del preso. Aloja en nuestro ánimo cada una de las sensaciones de Fontaine. Queremos escapar con él. Y aunque sabemos que lo hará, no nos es posible dejar de angustiarnos al escuchar el chirrido invariable de la bicicleta del vigilante que patrulla los muros exteriores cuando está a punto de huir de aquel infierno.

Bresson juega limpio con el espectador

A Bresson nunca le hizo falta hacer trampas para sorprender al espectador, ni en ésta ni en ninguna otra de sus películas. Uno de sus logros en Un condenado… consiste en transmitir a los espectadores la serena ansiedad del protagonista, su inquietante tenacidad, filmando una historia sin concesiones al drama o heroísmo gratuitos. Sobrevive a todas las tentaciones a las que sucumben la mayor parte de cineastas “mortales”. Cuenta, elegante y exclusivamente, lo que debe contar. Muestra lo imprescindible. No impone moralinas.
Esta película se convirtió en un referente para los cineastas de su tiempo, para los jóvenes realizadores, y en una de las historias más prestigiosas que cualquier espectador sensible pueda disfrutar.