A los doce años tuve mi primer encuentro consciente con la muerte. Era la tarde del 8 de abril. Corrí por el pasillo hasta la habitación de mi hermano. La puerta estaba abierta. Lo vi, de espaldas, sentado en la alfombra burdeos. Por los parlantes de madera de su pequeño reproductor sonaba All apologies. Luego de unos segundos, él se giró para decirme: “Cobain se voló los sesos”, sollozó y se tapó el rostro con la palma de las manos. Los dedos se entremezclaban con el pelo castaño. “Quizás era demasiado bueno para este mundo”, respondí desde la puerta. Puede que a esa edad yo sólo repitiera frases sueltas que se decían en la tele o que oía de la vecina que fumaba y tomaba café con mamá. Fue muy raro. Mi hermano era un héroe, podía arreglarlo todo. Los héroes no lloraban. Algo malo había pasado.
A los dieciséis, mis padres me regalaron una guitarra. Un amigo, Pablo, venía a casa para enseñarme a tocar. Los discos de Nirvana sonaban sin descanso. Queríamos romper todo en la habitación. El pelo largo se había puesto de moda, y también las camisetas con una cara que sacaba la lengua por el costado. Transpiradas, con manchas. Teníamos la estética (un desaliño muy estudiado), teníamos las ganas (o la desgana metafísica), pero no comprendíamos un carajo. Comenzamos a fumar, a probar bebidas y a masticar chicle para ocultarlo cuando volvíamos a casa. Vinieron los amores trágicos, de días, incluso meses, que lo dejaban a uno como si nada más importase. Empezábamos a prestar atención a las letras de ese norteamericano que gritaba “rape me, hate me”, que hablaba del hombre que vendió al mundo.
Tenía un póster de Kurt Cobain en la pared de mi cuarto y veía a mis padres desfilar por la pasarela del error. Para entonces mi hermano se había ido de casa y los testigos de Jehová venían cada domingo por la mañana. Lo intentaron conmigo, pero no hubo caso. Se espantaban cuando, en la versión unplugged, aquella dulce voz apedreaba: Jesus doesn’t want me for a sunbeam, ‘cause sunbeam are never made like me. Don’t expect me to cry, for all the reasons you had to die…, y yo trataba de explicárselo.
Guardo fotos de una vieja polaroid con que mi hermano capturaba banalidades transformadas en grandes momentos. Detalles de cuando todos parecíamos felices. En una de ellas sale abrazado a mi padre, los dos de frente, con una sonrisa absurda. Lo peor de aquella tarde del 8 de abril fue darme cuenta de que mi hermano era de carne y hueso. Los héroes pueden volarse la sesera, pero en la mesa de un café junto a Pablo, mirando a los jóvenes pasar con sus tachas y borceguíes negros, preferíamos despojar a Kurt de las ropas de mártir. Lo recordaremos siempre (qué voz tenía el cabrón) mientras suena Where did you sleep last night? como despedida, como un cierre perfecto, libre de pólvora, pero no de vísceras.

Disco recomendado:
Nirvana. MTV Unplugged, 1993