Me acostumbré a la displicencia de las empleadas de una céntrica heladería de Málaga: bailando nerviosamente un chicle con la boca entreabierta —una boca enmarcada de abundantes arruguitas de resentimiento—, la dependienta te alargaba el cucurucho de turrón sin mirarte (cuando había suerte. Si te miraba era aún peor). Yo procuraba olvidar pronto el pésimo trato y salía a la calle a disfrutar de mi helado. Sin embargo, el otro día me atendió una chica nueva, devolvió mi sonrisa y supe que por fin podía ir más a menudo a disfrutar sin reservas de mi sabor favorito. Espero que esta persona no esté cubriendo una baja temporal.
Sabemos que en el desenvolvimiento de cualquier profesión debemos dejar los problemas en la puerta. Es cierto que no siempre se puede, pero eso no nos libra de la obligación de concentrarnos en la tarea elegida. Uno no anda castigando con sus aflicciones a compañeros o clientes y, por otro lado, mostrarse alegre se agradece mucho si no trabajas en una funeraria.
En los talleres de escritura surge con frecuencia el problema de los textos inacabados porque se iniciaron desde un estado de ánimo que el autor no supo, o no quiso, recuperar al siguiente día. Esta explicación del abandono tiene una lectura: el autor está haciendo pasar el texto por la depresión de su ombligo.
Es comprensible, y dicen que sano, usar un papel para desahogarse; a nadie se le ocurriría, por ejemplo, utilizar un váter con el portarollos vacío. Pero quien quiera escribir un texto completo, y hacerlo bien, debe evitar la tentación terapéutica y estar dispuesto a aceptar las reglas del oficio. ¿Cuántos textos se han frustrado por no encontrar su autor el momento apropiado para continuarlos? ¿En cuántas ocasiones hemos utilizado este argumento como excusa para librarnos de la obligación contraída con el relato que habíamos iniciado?
No pretendo decir que todo lo que escribimos es aprovechable pero, como el tiempo de la narración y mi tiempo al escribir nunca coinciden, procuro no olvidar que una cosa es la ficción que estoy creando y otra distinta es mi realidad, por más que exista alguna, o mucha, comunicación entre ambas.
Frente a los embates de nuestro ego, sólo cabe anteponer el oficio, la determinación de cumplir con el trabajo. Si ya habíamos elegido el tono de un relato, y entendemos que es el apropiado, debemos volver a impregnarnos de él para continuar escribiendo. De la misma manera que se viven las aventuras o desventuras de los personajes al ver una película o leer un libro, quien escribe debe revivir el mundo que estaba creando antes de continuar. Esta operación previa de desposeerse, poniendo a un lado nuestra realidad, para poder interpretar adecuadamente el papel del narrador, se puede realizar mediante la relectura atenta del trabajo que llevemos realizado, cosa que haremos tantas veces como haga falta hasta retomar el tono.