Revolución

Estaba cansado de no salir de casa, de vivir con miedo, y me sorprendió el deseo de ver mundo, así que fui a una plaza concurrida para relacionarme con otras personas.
—¡Oiga, bilgueit! ¿Quién le ató esa bandera al cuello?
—¿Está usted bien, pollo? ¿No tiene calor con tanta ropa?
—¡Tú, bacalao! ¿Sabes que te clavaron un anzuelo en la barbilla?
—¿A qué tanta queja? ¡No trabajes más, mastodonte, que eres tonto!
—Pero bueno, popeye, ¿quién te pintó los brazos como el culo?
Hablé con un montón de gente, me insultaron y empujaron, recibí guantazos, capones y patadas. Una paliza digna de meses de convalecencia. Cuando regresé a casa y me tumbé dolorido en el sofá, sentí la satisfacción de no haber renunciado a mi vida.

Daniel Castillo, Málaga.

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Liberación sexual

Al entrar en el dormitorio, Alberto se sorprendió de que Claudia no estuviese tapada hasta las cejas. Se deslizó entre las sábanas y el roce con los pies le hizo sentir un escalofrío. La abrazó por detrás. Tocó sus curvas, los muslos. Sumergió las manos por debajo del camisón y ascendió lentamente recorriendo su piel, más tersa que nunca.
Ninguna queja. Ningún “Alberto, para quieto, que tengo sueño”, ni “me duele la cabeza” o “lo siento, pero estoy con el mes”. Tiró de ella para ponerla boca arriba y trepó por su cuerpo hasta adentrarse. Claudia por fin volvía a mirarlo y sus labios entreabiertos le hicieron perderse demasiado pronto.
Alberto tomó su mano aterida y trató de entrelazar los dedos. Algo había cambiado en la actitud de su esposa; estaba menos fría que de costumbre.

Inmaculada Barreña, Málaga.

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Crimen ecológico

Le gustaba masturbarse bajo la ducha.
Tardaba mucho en correrse.

Pablo Páramo, Almería.

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Para estar más mona

Y empeñada en distanciarme del chimpancé, me debato entre dos opciones:
1) Acudir a un centro dermoestético para una depilación láser.
2) Leer.
La primera es más cara, pero tiene la ventaja de aumentar mi atractivo de forma inmediata. Si añado unos ocho mil, dispondré además de unas tetas y caderas que asustarían a la mismísima Edurne Pasabán.
La segunda opción requiere mucho esfuerzo y sus posibilidades sólo afloran después de un rato de charla. Rato que no te van a conceder porque tus tetazas no entraron al garito tres segundos antes que tú.
Debo ser práctica: cada vez se habla más y se dice menos.
Por tanto, estoy dispuesta a recibir los tratamientos que, en contadas intervenciones, me alejarán del animal al que odio parecerme. Así, sólo un par de semanas después, podré desnudarme ante el espejo del dormitorio para admirar los resultados, ensayar la manera de mover mi nuevo cuerpo y buscar la postura rotunda que ponga a babear a quien se me antoje y le obligue a entregarme lo que yo desee, tal como hace la hembra del chimpancé.

Pablo Betancourt, Madrid.

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El escritor

Se sienta frente a un papel en blanco. Alarga el brazo y coge la pluma. Acercándosela a los ojos, despacio, libera el capuchón. Mira la superficie desnuda del folio, se acomoda en el asiento, apoya la pluma sobre el papel y comienza a escribir. Tacha, deja algo a medias o se detiene con los ojos entrecerrados. A medida que avanza, su respiración se acelera, escribe más rápido, jadea, con la pluma rasga frenéticamente el papel vertiendo en símbolos las ideas que desbordan su cabeza. Pone el punto y final.
Se recuesta en el respaldo del asiento con los ojos cerrados. La respiración se suaviza. La pluma cae de la mano y rueda unos centímetros. El escritor levanta la vista y allí está su mujer, que lo mira fijamente con los labios contraídos y temblorosos, los ojos húmedos. Él aparta la mirada mientras ella sale de la habitación.

Francisco Vides, Málaga.