Hace 40 años, cuando usted inauguró la editorial Anagrama, la censura era feroz. ¿Cómo la esquivó? ¿Qué le fue imposible publicar?

La censura fue durísima, casi infranqueable hasta 1966. La cerrazón era insostenible para el propio régimen, y entonces se creó la llamada Ley Fraga, para dar una imagen de apertura, que permitió algunas fisuras que unos cuantos editores de izquierda intentamos ensanchar.
Se siguieron prohibiendo muchos títulos en la llamada “consulta voluntaria”, que consistía en presentar el manuscrito o bien el libro en traducción y esperar el veredicto favorable del Ministerio de Cultura antes de editar un título. Pero podía optarse por publicar el libro y esperar el dictamen del Tribunal de Orden Público, que fue mi opción después de un año de demasiados libros no permitidos por la consulta voluntaria. Dicho tribunal podía secuestrar el libro, lo que provocaba una publicidad mediática que en principio no deseaban, aunque era un “derecho” que ejercían. Así, conseguí publicar títulos impensables, que sin duda no hubieran pasado dicha consulta. Y de hecho, no pocos libros que habían presentado otras editoriales no habían conseguido el permiso. Como contrapartida me secuestraron una docena de títulos, me procesaron, etc. Lógicas acciones punitivas ante una política editorial abiertamente incómoda para el régimen. Pero fue un periodo muy estimulante y satisfactorio, si uno lo puede contar

[1].

¿Qué censuras encubiertas, si es que las hay, permanecen hoy?

La censura del Mercado, con una enorme mayúscula, favorable al best-seller de rápida rotación, a la novela “histórica”, a la literatura femenina sentimental, a los vampiros y derivados, a las novelas miméticas de mayor o menor o nula valía, etcétera.

La absorción de unas editoriales por otras, ¿no anula la diversidad?

En efecto. Y ello tiene unos resultados nefastos para la salud cultural del país. El editor vocacional debe persistir en su proyecto cada vez con mayor rigor y dedicación, sin bajar el listón. Es su forma de resistencia, de lucha frente a la banalización, de no traicionar su vocación.

Desde que se inició Anagrama, ¿en qué han cambiado los gustos del lector?

Sólo hay que comparar las listas de bestsellers. Así, en los años 80 se situó en el primer lugar durante semanas Bella del Señor, una novela tan extensa y exigente (y extraordinaria) de un autor como Albert Cohen. Y también, en el ámbito del ensayo, Usos amorosos de la postguerra española de Carmen Martín Gaite, que significó una triunfante segunda etapa en la carrera de esta escritora.

¿Qué piensa del libro electrónico? ¿Cómo prepara Anagrama su oferta para iniciarse en ese mercado que parece inevitable?

Las opiniones contundentes me parece que parten de información insuficiente. Imagino que, al menos en el ámbito de la buena literatura coexistirá en el futuro (ahora apenas empieza el preámbulo) el libro electrónico con el libro en papel. La plataforma Libranda, de los tres grandes grupos editoriales, invitó a Anagrama, Salamandra y Tusquets, entre otros sellos independientes, a participar en la misma. Hemos seleccionado 50 títulos que están disponibles desde junio de este año.

Suponemos que hay un instante, cuando lee un original, en el que se da cuenta de que la obra es buena, y por tanto publicable, ¿cuál es y cómo lo siente?

Es muy fácil de experimentar y más complicado (y algo inútil) intentar teorizarlo. Nabokov decía algo así como que reconocía un gran libro cuando un estremecimiento le recorría la columna vertebral: nada más subjetivo y auténtico. Para un editor no es difícil adivinar qué títulos convienen a su proyecto, a su catálogo.

¿Qué diferencia resaltaría en los modos e intenciones entre los críticos literarios españoles y los del resto de Europa?

Estamos en una época en la que el papel del crítico como prescriptor, como mandarín ejerce una influencia menor, tanto en España como en el resto de los países. Su influencia se ha visto adueñada por otras variantes de los medios de comunicación, entrevistas, reportajes, incluso prensa rosa. Y los suplementos literarios tienden a desaparecer (sólo dos subsisten en Estados Unidos) o a la anorexia.

En nuestro Taller de Escritura, leemos y aconsejamos muchos de los libros de cuentos que usted edita. ¿Es el cuento un género que personalmente le gusta? ¿Cree que su formato corto tiene un buen futuro?

El género cuentístico me gusta mucho como lector y casi demasiado como editor (como creo que se demuestra en el catálogo). En general, si nos atenemos tan sólo a lo comercial, tiene un mediocre pasado y un mediocre presente. Ojalá el futuro cambie de signo. Por mi experiencia personal los libros de cuentos que mejor funcionan son aquellos que en realidad son los que reúnen “viñetas autobiográficas”, así Bukowski (con su Chinaski) o Pedro Juan Gutiérrez (con su Pedro Juan): el lector no tiene que hacer el esfuerzo de “entrar” y “salir” en cada cuento (cuando empieza a estar a gusto).
En cualquier caso el futuro literario es bueno. Bien para aquellos que se ejercitan, hacen musculatura para saltar a la novela. Bien para los puros, para los que hacen frente a la hostilidad del mercado, y persisten en escribir mayoritaria o exclusivamente cuentos, como Cristina Fernández Cubas, Eloy Tizón, Berta Marsé, Quim Monzó o Sergi Pàmies.

¿Es su editorial inaccesible para los escritores que comienzan y sueñan con publicar?

En absoluto, el catálogo así lo demuestra. De todas formas ahora es más difícil ya que, a lo largo de todos estos años hay muchos “autores de la casa” escribiendo y ocupando (felizmente) buena parte de nuestro espacio editorial. Pero, por poner ejemplos más o menos recientes, hemos publicado obras de autores inéditos como Kiko Amat, el chileno Alejandro Zambra o ahora mismo el mexicano Juan Pablo Villalobos.

[1] Por razones de espacio, no reproducimos la lista de libros secuestrados y desaconsejados que el señor Herralde nos facilitó. Quien lo desee, puede consultarla en nuestra web.