Salgo a la calle y, a pesar de la premura que veo a mi alrededor –y en la que me sumerjo–, pienso que quizá los pasos de cada uno de los que se agitan con prisa son, de algún modo, fonemas, sílabas que, poco a poco, reunidas al final del recorrido, escriben una breve historia. Una historia o un episodio de una historia, circunstancial e incluso azarosa; todo dependerá de sus consecuencias y de cómo se trame en nuestras vidas.
¿Quién no ha pensado alguna vez que el transitar de la vida tiene sus momentos de lectura, sus momentos de dictado y sus momentos de escritura en un texto que, al final, es el libro que somos? Cada cual es un libro que se lee y se escribe. Un libro que quiere ser completado, corregido o borrado; y a veces, quiere ser concluido. Poco podemos decir de lo que nos depara el futuro y, en ocasiones, nos es difícil siquiera habitar en el presente. No obstante, sabemos que para vivir esas dimensiones temporales en las que parcelamos nuestras vivencias, es necesario que conste un texto que hable y atestigüe el pasado, que dé la oportunidad para que presente y futuro tomen calidad de existencia. Ese pasado es lo que llamamos nuestra historia o nuestro “mundo interior”, y está habitado por recuerdos, afectos, deseos, modelos, objetos de amor y odio, fantasías y fantasmas, temores, valores, ideales, consignas…
De este modo se me figuran los viandantes a los que me he referido, como cuerpos que contienen un mundo interior encriptado, igual que la información en las torres de los ordenadores o las leyendas en las antiguas pirámides. Un tesoro escondido; a veces encerrado a cal y canto, a veces generoso, accesible y compartido.
Estaremos más sanos cuanto más expongamos al exterior, cuanto más hagamos conocer y reconocernos en el texto que nos van y nos vamos dictando en nuestro devenir personal y social. Es una buena oportunidad poder construirnos y sanarnos en la abundancia; y la abundancia también puede ser abrir de par en par, para nosotros y para los otros, esa puerta privilegiada que nos ofrece la escritura, a cuya práctica no deberíamos renunciar.