La niña llevaba mucho rato con la pelota, sus compañeros se la reclamaban, pero ella corría y evitaba los asaltos con la bola abrazada contra el pecho. Vino a buscar refugio en mí. Yo se la quité y la lancé para que algún amigo la cogiese. Ella se tiró al suelo y rompió a llorar con un desconsuelo digno del 11-S. La reacción de los amigos fue inmediata: le entregaron la pelota.
Aprendemos desde muy pronto a dramatizar las situaciones para conseguir la atención de los demás u obtener otro tipo de provecho, pero el victimismo es una de las argucias más mezquinas que, de forma consciente o inconsciente, podemos emplear para manipular nuestro entorno. Los malos escritores lo utilizan como método facilón de afectar a lectores sensibleros, y el aprendiz puede considerarlo una baza en su deseo de impresionar a su pareja, amigos y compañeros de taller. Así, en lugar de escribir sencillamente que a su personaje “se le escapó una lágrima”, se sentirán tentados de construir una frase emotiva como la siguiente: “Una triste y solitaria lágrima rodó por su mejilla macilenta hasta alcanzar el mentón desde donde se arrojó al vacío”.
Todo el patetismo del mundo parece insuficiente cuando el joven escritor decide acumular frases recargadas para expresar el enorme sufrimiento que es capaz de albergar. Otra cuestión sería si es posible que haya sufrido tanto habiendo nacido en Occidente rodeado de comodidades; facilidad que, al fin y al cabo, puede ofuscarse mediante la autoflagelación, física o psicológica.
A quien, a falta de gotelé, haya elegido empapelar un testero con lija gruesa donde rascarse como un oso y así proveerse de arañazos profundos en la espalda para sentarse a escribir, le sugiero que antes de espolvorearse de sal para acometer el siguiente párrafo de su sufrido texto, repare en las obras de escritores como Primo Levi o Imre Kertész, entre otros, con objeto de entender que quien sufrió de verdad, escribió sobre ello de forma sencilla y exenta de dramatismo. Ya hay suficiente tragedia en lo trágico como para que vengamos a reventar la credibilidad de la historia con excesos patéticos.
La sobrecarga resulta pesada por definición. Es comprensible que tanta virgen dolorosa y tanto mártir nos hayan nublado el buen gusto y la contención deseable al escribir, pero Voltaire nos puede rescatar: “Todo lo que se escribe es bueno, salvo aquello que aburre”.
Una de las principales mediocridades a la que podemos exponernos es la falta de amenidad, y espero que nadie pretenda confundir este término con lo banal (tal como hacen muchas cadenas de televisión). Tratar de ser ameno es una causa elevada. Se esté o no conforme con esta idea, sugiero leer (o releer) los consejos de escritura que ofrece Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio. En concreto, el capítulo dedicado a la levedad. Me parecen unas recomendaciones imprescindibles no sólo para quien escribe. Por ejemplo, servirían también para reducir la cantidad de plastas que hay sueltos y mejorarían mucho los aburridos discursos de los políticos actuales.