Conviene precisar que la mujer se puso los pantalones del hombre con más soltura que el hombre cuando se puso la falda de la mujer. Era la primera vez que hacían una cosa así. Se les ocurrió tiempo atrás. Lo comentaron en distintas ocasiones. Tenemos que hacerlo, decía él. Por qué no, decía ella. Cualquier día, claro que sí.
Y llegó el día. Hoy. Cruzaron una mirada mientras ella se ponía los pantalones de él y él la falda de ella. Naturalmente estaban solos en la casa. En su habitación. Con la puerta cerrada, por si acaso. La ventana cerrada y las cortinas corridas. Y así parecía resultar mucho más sencillo. Ella se miró en el espejo al ajustarse el pantalón, que le quedaba largo. Y él tuvo que apretar el vientre para meterse la falda de ella.
¿Y ahora qué?, preguntó ella.
No sé, balbuceó él.
¿Cómo que no sabes? ¡Algo habrá que hacer!, replicó ella.
Sí, claro, hay que hacer algo.
Luego la mujer dijo: supongo que ahora debo imaginarme que soy tú, y hacer lo que tú harías.
De acuerdo, dijo él. Es una buena idea.
Volvieron a mirarse. No se deseaban. No sabían cómo continuar. Les pareció ridículo. Y ella fue la primera en confesarlo: ¿no será todo esto algo ridículo?
Da igual, dijo él. Todo es ridículo. No hacerlo también puede ser ridículo. Depende de uno mismo.
Lo que no tiene sentido es seguir encerrados aquí, dijo ella. Salgamos.
¿Dónde vamos a ir? ¿Vamos a otra habitación?, le preguntó él con voz de niño travieso que juega a algo prohibido.
Vamos a la cocina, dijo ella.
Y se dirigieron a la cocina, ella delante y él detrás. Ella se volvió a mirarlo por el pasillo. Soltó una risotada.
¿Te burlas? ¿Te hago gracia?, preguntó él.
No me burlo. Sólo me río, tengo ganas de reírme. ¿O es que no puedo? ¿Para qué hacemos una tontería como ésta? Digo yo que será para divertirnos, dijo ella.
No sé, no sé, repitió él.
Ya estaban en la cocina. Había desorden. Cacharros por fregar. Copas con restos de vino. Una sartén inclinada. Sin embargo no dijeron nada: lo arreglaremos todo más tarde, habrían comentado, ella o él, en otras circunstancias.
¿Y ahora? ¿Se puede saber qué hacemos aquí?, preguntó ella.
Nada, dijo él.
Ahora podemos coger cada uno un cuchillo, propuso ella.
¿Un cuchillo?
Sí, un cuchillo.
Bueno, dijo él.
Empuñaron cada uno un cuchillo. Ella, el más largo.
¿Pelamos patatas?, preguntó él.
No. No estés impaciente, dijo ella.
¿Yo?, contestó él algo tembloroso. La voz le salía sin fuerza.
Tranquilo. Tranquilo. Hagamos un esfuerzo para estar tranquilos, dijo ella al apagar la luz. Somos tú y yo.
Sí, tú y yo, repitió él.
Vamos a besarnos, dijo ella.
Bien. Vamos a besarnos, asintió él.
Pero con el cuchillo en la boca, de verdad, amor mío, dijo ella.
Se oyó un golpe seco y desigual seguido de un grito que en realidad eran dos gritos anegados de sangre, la sangre de ella vomitada en la boca de él, y la sangre de él en la garganta de ella.
Desfallecientes en la oscuridad, doblaron las rodillas y la cintura hasta dejarse caer lentamente en el suelo, abrazados a su propio espanto y al dolor del otro. Gemían con una extraña felicidad por lo ocurrido, sin pronunciar una sola palabra, incapaces de impedir o de detener la locura que habían desencadenado, pero convencidos de que sería más que improbable llegar con vida al amanecer.