Mi vecino es bastante joven y toca la guitarra. Nos  cruzamos en el ascensor, le pregunto cómo van sus clases y él me dice que no van: “no las necesito, yo quiero ser como Sabina”. La frase,  pronunciada  con  voz  aguda, retumba  en mi  cabeza.  Le  digo  que se fije en quienes influenciaron a sus músicos  favoritos.  Le  recomiendo escuchar  a Dylan, Atahualpa Yupanqui, los Beatles.
―¿Para qué? ? ―espeta. Aquel  niño  se  limitaba  a  copiar una  estética,  no  le  interesaba  saber de dónde y cómo nacía el  trabajo de un artista.
El  primer  disco  que  escuché  fue gracias a mi hermano. Él se iba a trabajar y dejaba a mi merced su colección de casettes. Así descubrí a Fito Páez. Aquel pianista componía desde la inocencia misma de la persona que la  va  perdiendo,  como  Margueritte Duras cuando a los 15 años aprendió sobre la muerte y la seducción. En las canciones de Fito comulgan la fragilidad de la vida y el paso de la adolescencia al mundo adulto, ese que desconocíamos  porque  nuestros  padres nos decían mentiras que preferíamos creer.  En  su  música  se  encuentran los estadios que puede atravesar una persona, desde  “Quién dijo que  todo está perdido  / yo vengo a ofrecer mi corazón”, hasta la “Ciudad de pobres corazones” donde el artista habla del dolor profundo por el asesinato de las personas  que  lo  criaron. Un  período de whisky y Lexotanil. Como él mismo dice,  fue  la  ausencia  lo  que  le  hizo comprender que era otro expulsado.
Los  personajes  sobre  los  que escribe  Fito  se mueven  en  un  barro de  metafísica  y  fe  del  que  quieren salir.  La  desesperación  como motor. El  campo  de  lucha  de  lo  cotidiano. Gritan, escupen, se pelean con dios y la sociedad. Son tan reales que habitan la ciudad y el bloque donde vives; pueden ser tú o yo. Fito consigue que nos sintamos reflejados en sus historias.
Decidí ayudar a mi vecino y subí a su piso para invitarle al concierto que el  cantautor  rosarino  iba  a  dar  en  el Teatro  Cervantes  ese  mismo  día. Accedió  con  sorpresa  y  agradecimiento,  pero  al  llegar  a  las  taquillas nos  informaron de que no quedaban localidades. En el bar de  la esquina, mientras bebía cerveza, me lamenté: si  hubiera  comprado  las  entradas antes, si hubiese aprendido a tocar el piano,  si  hubiese  estudiado… Me  di cuenta de que mi vida  transcurría en el  tiempo  verbal  de  arrepentimiento de  quienes  no  comenzaron  a  vivir. Esta  vez  no  iba  a  ser  igual.  Diez minutos antes del comienzo conseguí dos entradas en la reventa.
Olvidé que iba acompañado y disfruté del espectáculo en solitario y sin culpa. Fito contó cómo surgían algunos  temas:  “Hay  canciones  incómodas; una de ellas la hice cuando tenía 37 años; me llevó 37 años componerla, pero  la escribí en una hora”. Y es así como alguien se sienta al piano y mueve  ―con  acordes  disminuidos, pasajes y modulaciones― las columnas más íntimas de esa construcción que somos, hasta hacerte  llorar. Fito cerró  la  noche  con  una  canción  a capella y  todo  el  teatro  aplaudió  de pie.
No sé qué le pareció el concierto a mi vecino, ni si aprendió algo. Aquella noche estuve muy ocupado comprendiendo  algunas  cosas  importantes para mí.