Hace doce años, compartía vida con una pelirroja chata que era lo más parecido que encontré a una media naranja. Nos unían las camisetas XL y la forma de ver el mundo, en gajos. Aunque dicen que el amor calienta, al nuestro le debían faltar octanos para combatir la cristalería simple de mi piso, así que decidimos cambiar las ventanas por unas con climalit. No quisiera pecar de plano pero, como ella era contable y yo me ganaba el pan con la ofimática, a los dos nos pareció idóneo el modelo con palillería.
La instalación trajo novedades a casa. Ya no era necesario que nos juntásemos en el sofá bajo una manta y descubrí que, en la habitación que yo usaba como despacho, podía soportar el invierno aunque el radiador se quedara en el salón. Me dio por escribir y ella no tardó mucho en pedirme la parte que había puesto del importe de la carpintería. Estaba harta de esperar a un tipo que no salía de su cuarto, así
que se marchó con un funcionario de Hacienda.
El otro día me di cuenta de que odiaba tanto junquillo cuadriculando la vista, aunque esta sea la cajonera formada por las ventanas del piso de enfrente. Entendí que, en los últimos años, algo ha cambiado en mí y busco amplitud de miras. Unos ventanales grandes y lisos encajarían mejor con mi actual forma de ser. Mientras espero el momento de arreglarlo, abro a tope la persiana, observo la hoja de cálculo que plantea y me pregunto cuál será el producto de la celda A1 (la preciosa morena del
quinto) y la B3 (un calvo casado que sale a la terraza a fumar), y sospecho que en C4 la suma de las casillas C2, un marroquí con tres esposas, y C3, una familia de kikos, arroja una indeterminación. Hay que ver cuánto puede cambiar la forma de entender la vida. A veces ni te percatas, pero otras, caes en la cuenta y te llevas dos sorpresas. La primera, la alegría de comprobar que, aunque temías serlo, no eres un marmolillo. La segunda viene del motivo por el que descubriste el cambio: algo tan tonto como la palillería de unas ventanas.