Como se sabe, la Real Academia Española no legisla. Al no tener competencias para dictar normas de obligado cumplimiento, solo “limpia, fija y da esplendor”, según reza su lema, y para ello, en sus abundantes publicaciones (diccionarios, compendios de gramática, manuales, etc.) recomienda, aconseja, orienta, sugiere, describe, prefiere una forma a otra o, como mucho, afirma que determinado empleo lingüístico es correcto o no lo es. Pero su poder de obligar en un sentido u otro a quienes contravienen sus normas es absolutamente nulo. Carece por completo de fundamento la inquina que tradicionalmente se le ha tenido a la RAE por parte de quienes la consideraban una especie de tribunal distribuidor severo de sentencias condenatorias y rigideces dictatoriales. Recordemos la anécdota de aquellos poetas de la generación del 27 que, siendo jóvenes, se jactaban de haber hecho aguas menores contra los muros del palacete próximo al Retiro madrileño, en un gesto de rebeldía sin causa, y que, ya curados de aquel sarampión como excelentes profesores de filología hispánica, entraron en la misma sede por la puerta grande para ocupar los más altos cargos de la institución.
Curiosamente, en un mundo donde cualquier empresa, organismo, agencia o institución nos impone normas cada día más enrevesadas, la RAE es una de las raras corporaciones de ámbito general que no nos obliga de ninguna forma a obedecerla. Pretende persuadir, pero predica en el desierto, porque nadie se ve privado del uso de la palabra o de publicar un artículo y hasta una novela por el hecho de haber cometido errores de bulto al hablar o al escribir.
En mi opinión, es una lástima que una institución encargada nada menos que de velar por el buen estado de una lengua como el español no cuente con ningún dispositivo, no diré que castigue (sin hablar ante el micrófono durante una semana, sin publicar una página durante un mes, etc., como se nos castiga sin línea telefónica, sin crédito, sin acceso a una página de internet o sin carnet de conducir), pero sí que afee lo mal que emplea el español una locutora de televisión o lo poco que consultan los periodistas su libro de estilo.
La RAE nos ofrece gruesos volúmenes llenos de sabiduría lingüística, pero de nada sirve ese esfuerzo tan encomiable si nadie remedia de manera eficaz que sigamos escuchando en los medios audiovisuales expresiones como “punto y final”, “pensó de que no lo haría” o “yo me parece que sí”. Los medios de comunicación tienen un poder de persuasión mucho mayor, lamentablemente, que el de nuestro sistema educativo. Por más que un profesor explique en clase que el verbo “preveer” no existe, que es una simple contaminación de “proveer”, y que se conjuga como “ver” (“previendo”, no “preveyendo”), si los alumnos lo leen en un titular de periódico prestigiado o lo escuchan en la voz de la esfinge del telediario, ¿a quién van a hacer caso? Y no digamos si su ídolo deportivo proclama “hemos decidido de que lo vamos a hacerlo mejor”. Ya puede la ortografía académica señalar que el topónimo Campoo no necesita tilde alguna: los diarios del país entero citan a un político de apellido Feijóo, sin darse cuenta de que por la misma lógica tendrían que poner tilde en palabras como “cae”, “tea”, “feo” o “emplee”.
Pero no son solo los periódicos o noticieros radiados o televisados los que emplean nuestra lengua con el descuido propio del apresuramiento o a falta de interés; próceres de nuestra literatura, hablando y escribiendo, emplean sin recato alguno, al inicio de un enunciado, lo que alguien ha llamado “infinitivo viudo”, es decir, privado del resto de la perífrasis donde tendría sentido: “Por último, decir que mañana empezaremos…”, o “Señalar que no hay preguntas”, o “Recordar que es imprescindible…”.
Precisamente lo que así se suprime es la flexión del otro verbo que marca matices o intenciones, y al quedar solo el pobre infinitivo retrocede hasta el lenguaje “indio” de películas del Oeste americano.
Por lo que se refiere a la línea melódica de nuestra lengua, y volviendo a los medios de comunicación, muchos periodistas se empeñan en emplear un tonillo uniforme y robótico, un corsé prosódico amorfo y ajeno a nuestra lengua. Es curioso advertir el contraste entre el periodista que nos aburre con ese semitono inexpresivo y cualquier persona a la que entrevista y que nos habla con un español entonado coherentemente, quizás con particularidades fonéticas muy marcadas, pero pronunciado por alguien que dice algo, no por un dispositivo que emite sílabas indiferenciadas en una secuencia plana hostil a nuestro oído.
En alguna ocasión, el que fue director de la Real Academia Española, Víctor García de la Concha, hizo referencia pública a estos fenómenos descontrolados y deformantes, pero, por supuesto, su queja se expresaba con la buena educación y los exquisitos modales de la casa: se recomienda, se aconseja, etc. En ningún modo pretendía amonestar.
Es una lástima que nadie reprenda a tantos escritores españoles por olvidar las tres posiciones del deíctico de lugar: aquí, ahí y allí, para reducirlas a dos: aquí y ahí. Se admite como normal “Alejandro llegó a la India y ahí se detuvo”, cuando el allí sería obligado. ¿Se debe a la influencia del inglés, que resuelve todos los casos similares con here y there? ¿No sería necesario recordárselo con cierta autoridad a quienes hacen de la lengua española su oficio?
No, la RAE no es autoritaria ni coercitiva. Ni siquiera puede condenar a nadie a pasar una temporada en aquella “cárcel de papel” que hizo famosa la venerable Codorniz. Menos aún podría imponerse en la lluvia anárquica de escritos que nos llegan por la pantalla del ordenador, donde diariamente se nos saluda con un “Hola Pedro”, sin coma. No hablo del lenguaje abreviado de los blogs o los mensajes de teléfono móvil, que al fin y al cabo tienen un sentido circunstancial y privado, sino a los rótulos, subtítulos, escritos o declaraciones institucionales, a esa multitud de ocasiones en que lo dicho o lo escrito debería llegarnos, si no con esplendor ni rígidamente fijado, al menos limpio.
Nadie discute que “el uso

[sea] árbitro, juez y dueño en cuestiones de lengua”, según la cita de Horacio que la RAE recoge en el Preámbulo a su Diccionario (2001). Pero sería preferible que fuera el buen uso, y no el claramente defectuoso, el que imprimiera en la lengua modismos enriquecedores, cambios fértiles y evoluciones inesperadas.