El breve espacio de esta sección nos favorece para ir a lo esencial. A mi modo de ver es la propuesta de Virginia Woolf en la que incide, de manera evidente y latente, en nuestro libro recomendado Una habitación propiarespecto al lenguaje, a las palabras y a los sentidos que ellas contienen y que entendemos como “naturales” e inalterables. Importancia mayor, la de las palabras, más allá de reivindicar algo de dinero y un lugar personal –entiendo que no necesariamente individual– donde una mujer (o un hombre) pueda escribir, pintar, idear música o cualquier otra tarea que requiera la concentración e intimidad necesarias; demandas razonables que se ajustan a un feminismo de la igualdad, no al de la diferencia que también reclama con acierto en otros pasajes de sus dos conferencias recogidas en el libro mencionado.
El ser humano está construido entre palabras, y sus sentidos son la argamasa ideológica que acepta o desprecia criterios; que explota y humilla o comparte; que une o separa sociedades; que inculca desproporciones heredadas y ofensivas entre hombres y mujeres.
Al contrario de lo que ordena la ideología dominante, una mujer es menos mujer en tanto más resignada, receptora, intuitiva e ingenua (reparemos en la ingenuidad como “atractivo” femenino). Lo será más en tanto insurrecta, inteligente e innovadora, y cuente con un porvenir propio aparte de los que ayuda a fomentar en sus hijos.
Su acierto radical estará en la elaboración y apropiación de sentidos diferentes a los que impone el lenguaje; en su transformación en otros (no insulsos, como sugiere nuestra becaria Bibiana Aído, al distinguir entre miembros y miembras, o taxista de taxisto), sino en nuevas reflexiones sobre concepciones éticas y morales, sobre su sexualidad, su voz, la justicia o la economía.
Fue la utilización de su cuerpo para el placer del hombre y para la reproducción de fuerza de trabajo, según el análisis de Lévi-Strauss, lo que permitió que la humanidad pasara de un estado salvaje a otro de cultura ordenado por leyes (masculinas). No obstante en la vida social y cultural de nuestras sociedades occidentales las mujeres son, como denunció Simone de Beauvoir, “el segundo sexo”, el sexo débil. Y sin embargo, aun siendo “débil”, contiene una particularidad potente para su rebelión: la capacidad de romper la relación dual o binaria del discurso masculino imperante dado que, si desapareciese el explotado (su discurso femenino y complementario), el poderoso también carecería de lugar, no sería tal y le obligaría a convertirse en otra cosa. Por tanto, para comenzar, la mujer no debería preocuparse en cada momento por establecer, en su relación con cualquier interlocutor, su propia credibilidad, ya que no se trata de “demostrar” y requerir ningún beneplácito sino de, sencillamente, hacer.
El orden de nuestros intereses variaría si asumiéramos la complejidad de la propuesta implícita de Woolf: las palabras, el lenguaje, son el punto de partida. No existirá ningún futuro que previamente no hayamos podido nombrar (nos sería imposible imaginarlo); y si se aspira a que ese futuro sea distinto, el contenido de las palabras también deberá serlo. De las palabras y sus combinaciones, con sus nuevos sentidos, es de donde pueden surgir relaciones novedosas que, aun desconociéndolas en todos sus aspectos, aspiramos a que sean más justas, más humanizadoras. Y el renacimiento del nuevo lenguaje será –no exclusiva, pero sí fundamentalmente– una labor que deberá surgir de las mujeres: desde el poder (el lenguaje impregnado de ideología masculina) sólo se aprobarán reformas, mejoras que perpetúen lo sustancial. Las revoluciones siempre las hicieron los dominados –hombres y mujeres– que se arriesgaron por alcanzar mejores condiciones de vida.
En Una habitación propia, Virginia Woolf nos habla de la fusión de los sexos cuando se trata de creación (recordemos su inquietante Orlando); de la imprescindible economía con la que deben contar las mujeres para su autodesarrollo, artístico o no; del espacio, costoso o modesto, que sirva para estar de acuerdo con la soledad y la íntima concentración. Y también, aunque parezca contradictorio al cotejar los capítulos del libro (el sexto con anteriores), no lo es al incorporar las diferencias, alentando a un lenguaje propio para expresarse sin tener que recurrir al masculino, el cual obedece a un temperamento y a una sensibilidad diferentes: “…Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aun con justicia, una causa; en fin, el hablar conscientemente como una mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esta parcialidad consciente se está condenado a morir”.
Y hay una oferta de alianza, adelantada a su tiempo, que ningún hombre (también cansados de serlo por sus presuntas condiciones “innatas” masculinas, igualmente impuestas) tendría que obviar: “Es lamentable ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser mujer con algo de hombre u hombre con algo de mujer…”