El protagonista de Sin destino es György, un judío de quince años que cuenta desde un distanciamiento desconcertante su paso por diversos campos de concentración nazis. Se trata de una historia basada en las vivencias de su autor, Imre Kertész, así que estamos ante un testimonio de primera mano que, además, alcanza una calidad literaria excepcional gracias a una prosa limpia de trucos sentimentalistas y a la precisión sobria de un narrador en primera persona que nos cuenta una historia terrible desde la inocencia, primero, y después desde la asimilación completa de la lógica asesina, en un espacio donde los conceptos de humillación, injusticia y crimen dejan no sólo de existir, sino de ser siquiera imaginables.

La conservación de la memoria es una de las principales funciones de la literatura e Imre Kertész nos proporciona en Sin destino un recurso muy valioso en un mundo, el actual, que continúa descerebrado su peligroso retorno al extremismo.

Recomendado el 7/4/2016 en Onda Cero, en el programa de Mercedes Lara, Málaga en la Onda.

 

Sin destino

Imre Kertész

Primera edición: 1975
En España, 2001 (Acantilado)
260 páginas

De esta novela se hizo una película, Campos de esperanza (2005), de la que Imre Kertész fue guionista.

Me sorprendió mucho, puesto que era la primera vez en mi vida que veía yo, por lo menos desde tan cerca, unos presos de verdad, con el típico uniforme a rayas de los delincuentes, el gorrito redondo y la cabeza afeitada. Mi primera reacción natural fue retroceder. Algunos de ellos respondían a las preguntas de la gente, otros examinaban el vagón y empezaban a desalojar el equipaje con la experiencia de mozos de carga profesionales y con una rapidez extraña, propia de los zorros. Todos ellos llevaban en el pecho, al lado del número típico de los presos, un triángulo amarillo; aunque no tuve dificultades para descifrar el significado de aquel color, de repente tomé conciencia de que durante el viaje casi me había olvidado de ese asunto. Sus caras tampoco inspiraban mucha confianza: orejas separadas, narices aguileñas, ojos pequeños, hundidos y pícaros. Según todos los indicios, parecían judíos. A mí todos me parecieron sospechosos o, cuanto menos, extraños. Cuando nos vieron a nosotros, a los muchachos, su excitación fue evidente. Empezaron a susurrar frases rápidas, y entonces descubrí que los judíos no sólo teníamos el idioma hebreo, como yo había creído: «Reds di jiddish, reds di jiddish?»

[¿Hablas yiddish?], preguntaban. Por nuestra parte sólo respondimos: «Nein» [No], lo que no les puso muy contentos. Entonces, lo comprendí fácilmente en alemán, querían saber cuántos años teníamos. Les dijimos: «Vierzehn, fünfzehn» [Catorce, quince], según el caso. Protestaron enseguida, gesticulando con manos y cabezas, moviendo todo el cuerpo. «Sechzain» [Dieciséis], nos susurraron por todas partes, «Sechzain». Eso me sorprendió y les pregunté: «Warum?» [¿Por qué?]. «Willst di arbeiten?» [¿Quieres trabajar?], preguntó uno de ellos, clavando su mirada vacía y cansada en la mía. Le respondí «Natürlich» [Naturalmente], para eso estaba allí. Después él me agarró del brazo con sus manos amarillentas, huesudas y duras, y me sacudió diciéndome: «Sechzain… Verstaist di?… Sechzain!» [Dieciséis… ¿Lo entiendes?… Dieciséis]. Al ver que estaba enojado y que le daba tanta importancia a la cuestión, nos pusimos de acuerdo entre los muchachos, y entre bromas le prometí: «Bueno, pues tengo dieciséis años».

Para saber más:

https://www.elcultural.com/revista/letras/Sin-destino/499