Hablar de Arthur Miller es referirse a uno de los tres dramaturgos estadounidenses, junto a Eugene O’Neill y Tennessee Williams, más importantes del siglo XX. Al hablar de Miller conviene recordar al hombre íntegro que se enfrentó al comité anticomunista ideado por el sombrío McCarthy (con el que colaboró el chivato –y magnífico cineasta– Elia Kazan). Y también hablar de Miller es reconocerle un estilo literario realista, exento de florituras, que impactó a los escritores de su tiempo y continúa influyendo en todos los que hoy se deciden a escribir. Miller contó admirable y nítidamente historias cotidianas, de aparente sencillez, que a cualquiera de nosotros le hubieran podido ocurrir; historias en las que jamás abandonó el compromiso de la denuncia contra las actitudes hipócritas en general, frente a cualquier otra relación íntima falseada u oponiéndose a las apetencias imperialistas de la sociedad americana.
Infinidad de premios avalaron su carrera de escritor: desde algún Óscar por guiones cinematográficos o elegirle como el mejor dramaturgo del siglo XX según una encuesta del Royal National Theatre, hasta un par de Pulitzer; desde el prestigioso premio del Círculo de Críticos del Teatro de Nueva York hasta el Príncipe de Asturias en España. Autor de obras imperecederas –que continúan representándose habitualmente en los teatros del mundo– como Todos eran mis hijos, Panorama desde el puente, Las brujas de Salem o Después de la caída, es probable que alcanzase mayor popularidad, tanto en espectadores ocasionales como en eruditos, con La muerte de un viajante, para muchos la mejor obra teatral concebida en los últimos cien años.
En la breve, aunque memorable joya, Una chica cualquiera, Miller comienza la historia de Janice por el final (debemos estar atentos, por consiguiente, al primer párrafo). En ella desarrolla la vida de la protagonista, una mujer poco agraciada, a partir de los recuerdos inolvidables que marcaron su existencia –el resto, se suponen anodinos– antes de encontrar a su último amor, el peculiar Charles Buckman; un hombre bastante mayor que Janice, al que le importan su belleza interior, su deseo larvado por ser feliz y su tierna actitud ante el futuro que les resta a los dos. Y aunque Janice se sintió querida alguna vez en el pasado, es a partir de Charles donde encontrará su libertad y la alegría por estar en el mundo, por vivir. Janice repasa sin rencor las experiencias, lamentables o magníficas, del tiempo con su primer marido y con posteriores amantes hasta llegar a Charles, de quien se enamora sin precauciones ni otros cálculos.
Nada desvelo de la novela puesto que las sorpresas e intensidad surgen durante su lectura, que puede hacerse en menos de dos horas. Son numerosos los momentos melancólicos, reflexivos u otros plenos de humor. Una chica cualquiera es una novela corta aunque, para el lector, el recuerdo de la historia que narra y de su protagonista Janice nunca será efímero.