¿No has oído alguna vez la expresión: “Este mundo es un poema”? Tomándolo desde esa metáfora, el problema que se nos presenta es el de leerlo (analizarlo, descifrarlo) pues en él habitamos y en él hemos de orientarnos. Las cosas se nos complican si pensamos que cada uno somos “un mundo”, y entonces deducimos y vemos, a poco que nos analicemos, que “cada uno somos un poema”.
En este sentido un poeta también es un poema, un poema leyendo en otro poema que, al escribir lo que lee, nos enriquece con su percepción. Y cada cual, entre el poema que es y el poema del mundo, podría padecer la poética y hacer su poesía si, entonces poeta, pone palabras allí donde el mundo le muestra una ausencia. O simplemente lee eso que da el orden a lo evidente. Leer –no habría que decirlo– es una experiencia hermosa. Leer el mundo, leer los libros, que son mil y un mundos, y leer en nosotros, que es como decirnos en ese poema-mundo qué somos o queremos ser. ¡En qué plena incertidumbre se metamorfosea quien lee y la realidad que lo rodea! ¡Y cómo no querer vibrar con esa titilante lucidez!
Este leer al que apuntamos, es más que ver; es ver y escuchar a un tiempo. Y la percepción poética, desde este sesgo, es un ver lo que se escucha tras la apariencia. Un oír en el ver más allá de la evidencia. Una estética oral de la percepción. La poética se nos presenta como una de las esencias que se oculta pudorosa tras la apariencia. Y con cuanta rapidez nos dormimos en esta realidad que habitamos, como hipnotizados, entre una bulliciosa cotidianidad inmóvil y un fluir de los días en un mar estanco.
Pero es posible pensar, soñar, leer, y dándonos a leer, descubrir el poema que somos. Porque no somos del todo dueños de nuestro andar y porque andar es hacerlo con los otros.
Es en este poema-mundo, que tanto chapotea en lo ilusorio, lo obsceno y lo brutal, donde la apuesta por leer puede darnos plenos instantes eternos, nuevo rumbo y horizonte diario.
La sombra puede teñir los días, pero la poética puede alumbrar el calendario.