Un lector no tiene por qué escribir. Disfruta con la lectura y el ejercicio de recreación implícito. No está obligado a sentir la necesidad de alterar o añadir algo a lo escrito.
Sin embargo, todo escritor debe ser un gran lector. En cierto momento, un texto le contagió el deseo de escribir y, para crear el relato que quería leer, debió formarse antes un criterio, estudiando principalmente a aquellos autores que considerara de su cuerda. Como cualquier otro lector, fue descubriendo sus preferencias después de muchas lecturas, ignorando todas las invitaciones a renunciar a los libros por parte del sistema educativo y el entorno. Invitaciones que, por desgracia, hoy día continúan en aumento.
Hace unos años, cuando a un grupo de jóvenes se les preguntaba qué estaban leyendo, se apreciaba un rubor general. Muchos no leían o lo hacían poco, pero admitían la merma. Si hacemos la misma pregunta ahora, no faltará quien cuestione la utilidad de leer, por tratarse de una pérdida de tiempo de ocio, y no hallaremos signo alguno de rubor.
Esta respuesta sería anecdótica si no fuese porque se apoya en una ideología voluntarista muy extendida, perjudicial y soberbia. Y disuasoria. Una madre me contó recientemente que sus hijos habían limpiado de libros las estanterías del cuarto. Estaban empaquetados y los iban a almacenar en el trastero. Ella les preguntó la razón, y los hijos respondieron: “nuestros amigos no leen, qué vergüenza si los ven”.
La situación obliga a recordar que, para quien escribe o está pensando en hacerlo, las lecturas son el sustrato alimenticio de donde emergerá lo que está por decir. Nos permiten interiorizar recursos y técnicas que utilizaremos cuando compongamos un texto. Por otro lado, la tarea de escribir viene acompañada de un ejercicio crítico de profundización, aumentando nuestra capacidad interpretativa como lectores. Este recorrido continuo de ida y vuelta es imprescindible tanto si tenemos alguna historia y queremos escribirla, como si buscamos algo que poder contar.