Hace falta cuando nos damos cuenta de que los pequeños detalles, las sutilezas –que se escapan y distorsionan nuestro mundo complacido en su apariencia de armonía–, muestran con precisión las vías de una percepción más real de nuestro acontecer que todo aquello en lo que nos confiamos a diario. Cuando descubrimos que lo surreal es lo hiperreal, que hay más realidad en lo oculto que en lo que se nos muestra y más verdad en nuestra ceguera que en lo que creemos percibir, es inevitable que nos embargue la sensación de estar moviéndonos en un terreno inquietante. Ese territorio que ha sido calificado a lo largo de la historia desde demoníaco, pasando por “lo fallido”, hasta inspirado (y con sus reacciones: caza de brujas, tratamiento, creación artística), es un territorio ineludible para todo el que quiere escribir.
Hace falta un punto de arrojo, de querer decir y compartir lo que se nos da como más verdadero en nuestra visión de la realidad y que es tan diversamente recibido por otras personas. Nuestro entorno ha crecido en la misma medida en que se ha empequeñecido el mundo, razón de más para prevenirse de la acogida que pueda darse a lo que comunicamos, especialmente en lo escrito. Cualquiera que esté cerca de esta perspectiva, sea que la niegue, la ignore o la sostenga, no dejará de sentir el riesgo que esa aventura conlleva. Y no sólo por la exigencia de belleza comunicable sino por algo no menos fascinante: una verdad que trascienda la luz con que se alumbra la historia, una respetuosa cercanía que no intimide aunque inquiete, una calidez que no consienta los fuegos fatuos con que se pretenden adornar los fugaces encuentros, un compromiso valiente con la hora que nos toca, una generosa apuesta por conectarse a los otros más allá de intereses poco sinceros, una postura, en fin, clara ante lo humano que nos toca y que no condesciende con la mayoritaria doblez moral con que se liquidan los intereses políticos y sociales.