Entre los factores que dificultan la elaboración de un escrito, me parece especialmente interesante el bloqueo del escritor al comienzo. Me refiero al escritor, pero es un elemento presente en todas las actividades creativas. Y aventuro que también está en aquellas situaciones que inauguran la posición que tratará de sostener el sujeto en su vida. El escritor es tomado aquí, por tanto, más como ejemplo que como modelo.
Escribir el inicio de un texto, cualquiera que sea el género al que esté adscrito e independientemente de su extensión, a veces nos intimida con una responsabilidad especial; casi, diría, tiene una inercia negativa que nos dificulta arrancar. Esta dificultad no es más que una señal de la importancia que puede tener para nosotros el inicio de una situación que ya no será cualquiera, porque estará impregnada del misterio de lo iniciático. Tras sensaciones como la “falta de ocurrencias”, puede estar incidiendo una ambición desmedida por lograr unas primeras líneas que no sólo atrapen el interés del futuro lector sino que también resulten memorables. O un temor al agotamiento creativo, que es otra forma de incidencia de la esterilidad neurótica.
Sabemos –está en el tesoro de la cultura popular– de la importancia del principio; un buen comienzo protege de posibles infortunios, nos tranquiliza. El temido perjuicio de un inicio desafortunado puede devenir en una inhibición prejuiciosa. Pero en este punto exacto es donde conviene dar la solución, por otro lado muy conocida, de comenzar a producir.
Un escrito no tiene que someterse al rigor temporal, lógico y causal que a nosotros nos impone la existencia. Al escrito hay que dejarlo estar en su propia atemporalidad hasta que tome existencia como obra. Hay que hacerlo crecer en su propio útero, en la lógica fragmentaria que le puede ser propia.
Y sobre todo, tenemos que saber que la obra creativa puede poner al autor ante el drama subjetivo que inauguró su propia posición en el mundo. Y que justo ahí es donde no debe confundir las realidades en juego.